Alma Gloria Chávez.
Soy de las convencidas de que “el escuchar y el contar, son necesidades básicas para el ser humano”, a pesar de que en los últimos lustros y sobre todo, luego de ese estado de crisis permanente surgido del confinamiento obligado al que fuimos sometidos por pandemia, muchas personas aseguran que “escuchar y contar (o narrar)”, resultan verbos fuera de circulación entre las nuevas generaciones. Una querida amiga, hace poco ironizó: “voltea a tu alrededor, mi estimada, y dime si descubres a una sola persona, de cualquier edad, leyendo u hojeando por lo menos, material escrito”. Ya se imaginarán mi desazón al no poder contabilizar ni una sola persona leyendo, de las tantas sentadas en jardines y en cafeterías. Y, ¿qué decir cuando pienso en nuestra Biblioteca, la que yo tuve oportunidad de ver tan concurrida en períodos escolares? Les invito a darse una vuelta por ese majestuoso espacio, cualquier día de la semana.
Algo grave está sucediendo… y creo que muchxs adultxs nos damos cuenta de ello. Cuando acudo a escuelas primarias, llevando la invitación para ofrecer visitas guiadas por el Museo donde laboro, o charlas animadas, en las que tomo como referencia las historias antiguas de nuestro territorio, así como las fiestas, las costumbres y tradiciones que hacen de nuestra cultura (de raíz p’urhépecha) motivo de interés y asombro para quienes nos visitan de otras latitudes, por lo general se me advierte de manera muy amable: “agradecemos la invitación, que tomaremos muy en cuenta, pero la visita dependerá del programa de actividades de cada maestrx y de cada grado.
Me resulta difícil darme cuenta de que actualmente, como sucedía en la época en que acudí a la escuela elemental, siguen creándose programas educativos en los que la historia local, el aprendizaje del entorno en que nos vamos desarrollando y formando intelectualmente, aparece sólo como un “apartado”, dentro de un programa de estudios tan amplio, que no logra promover el suficiente interés en la mayoría de educandxs por el conocimiento del lugar que se habita. Cualquier estudiante de secundaria o preparatoria, sabe más de la vida de algún personaje populoso y “de moda”, que los nombres de las calles de la colonia donde vive, o de alguno de los monumentos o centros culturales que tenemos.
Me pregunto si hay algo que todavía podamos hacer para “recuperar” una tradición que se va perdiendo al paso del tiempo: escuchar a quienes cuentan… y aprender a contar historias que hablen del conocimiento, el interés y el amor que tenemos por el sitio que poco a poco vamos perdiendo o abandonando.
Contar, dicen quienes profesionalmente lo hacen, es una experiencia única que devuelve a la palabra el lugar que ha venido usurpando la “era de la imagen”. Y para contar o narrar, no se necesita mucho: solamente disponer de una escucha atenta, sobre todo para la historia que cuentan los mayores y personas de experiencia; mantener alerta nuestra imaginación; tener a la mano un modesto acervo bibliográfico y, sobre todo, tener la disposición y el gusto por hacerlo, con la confianza de que “todo en la vida es corregible”.
Contar sigue siendo considerado un arte entre las más antiguas culturas del mundo y sigue siendo una de las herramientas favoritas de todo educador que apuesta al desarrollo de la imaginación, la inteligencia y creatividad de sus educandos. Actualmente, en poblaciones orientales, aún se pueden encontrar grupos de personas reunidas por el simple placer de asistir a una narración. Y en países europeos que están pasando por serios problemas derivados de crisis económicas y conflictos sociales, hay redes ciudadanas que convocan a las personas de cualquier edad para que, en lugares determinados, se organicen “conversatorios” en los que se puede participar hablando sobre un tema previamente seleccionado y dando un determinado tiempo a cada participante. Estos ejemplos, personalmente me han llevado, en compañía de personas entusiastas y amantes de la lectura, a organizar “lecturas en voz alta” en espacios públicos; a leer a “Pátzcuaro en Voz Alta”, llevando lecturas y narraciones de historias, cuentos y anécdotas del lugar, a centros educativos, culturales, colonias e incluso a centros de rehabilitación… y en el museo donde laboro, desde hace más de 35 años, mediante talleres cuenta-cuentos: “Historias, cuentos y leyendas para tí”.
Por supuesto que antes de empezar mi aventura “narradora”, aprendí a “prestar oído” a cuanta narración tenía oportunidad de escuchar de mis mayores… seguramente, desde que llegué a este mundo. Gracias a mi abuelita paterna, a mis padres y algunos otros adultos que transmitían, de manera magistral, cuentos, anécdotas, historias y leyendas que hacían las delicias de quienes, en aquellas épocas, teníamos sabiamente regulados los tiempos que se dedicaban a la televisión y se preferenciaban las reuniones familiares en torno a la mesa de las comidas.
Seguramente algo que también marcó mi inclinación lectora y a la vez mi gusto por contar, fue la sugerencia de mi padre al terminar secundaria: ofrecerme como colaboradora voluntaria en la biblioteca del CREFAL, entonces a cargo de la señorita Alicia Coria. Con ella descubrí el placer de compartir parte de todo ese acervo que contienen los libros y cuentos infantiles, ya fuera leyendo o narrando brevemente algún tema de interés a pequeñxs y adultxs de comunidades aledañas, a donde acudíamos algunas tardes, con la “biblioteca móvil” (una camioneta cerrada, con bancas en su interior, adaptada para tal fin).
A más de 35 años de iniciada la actividad lectora o cuenta-cuentos en el Museo, apoyada en algunas etapas por compañerxs sensibles al trabajo con pequeñxs y respaldada por las distintas direcciones, que desde entonces han estado al frente de la institución, me resulta bastanta gratificante recibir saludos, comentarios y palabras de aliento, sobre todo de quienes, hace ya tres décadas, eran niños y niñas de entre seis y catorce años, que acudían al Museo y ahora, además de sus ocupaciones personales, han adoptado el hábito de la lectura y la narración… habiendo entre ellxs, quienes llevan a sus hijxs, cuando convoco a los “sábados de cuentos”, o como este verano, a las dos semanas cuenta-cuentos.
Hace años, una de las pequeñas asistentes al espacio cuenta-cuentos del Museo, me preguntó con mucha seriedad: “¿Por qué te gusta contar?”. Recuerdo que sin mucho titubeo le contesté: “Porque así me permites, en algún momento, tocar tu corazón”. Su sonrisa, desde entonces, se quedó prendida al mío. ¿Qué mejor manera de compartir mi labor de divulgación? Creo que desde entonces, juego, al contar.