Alma Gloria Chávez.      

Fue durante la Década de las Poblaciones Indígenas, que se estableció la fecha: 9 de Agosto, para tener presente ante la comunidad mundial, las enormes aportaciones que éstas han hecho para la preservación de la vida en el planeta.  La UNESCO reconoce que resulta una oportunidad para celebrar la diversidad cultural y los valores ancestrales que los pueblos originarios aportan a toda nuestra humanidad.  Y exhorta a que aprendamos de su profundo respeto por la Madre Tierra, uniéndonos para proteger sus tierras, tradiciones y sabiduría, considerando que “es hora de escuchar, valorar y apoyar a las comunidades indígenas en su búsqueda de un mundo más sostenible y armonioso”.

       “Para los indígenas, la tierra no es meramente un objeto de posesión y producción.  La relación integral de la vida espiritual de los pueblos indígenas de la Madre Tierra, con sus tierras, tiene muchas implicaciones profundas.  Además, para nosotros, la tierra no es mercadería que pueda apropiarse, sino elemento material del que debe gozarse libremente”, menciona un pronunciamiento hecho por el pueblo de Vicam, territorio de la tribu yaqui de Sonora, que hoy se encuentra defendiendo valientemente su territorio, amenazado por las minas a cielo abierto, que además explotan empresas extranjeras.

       En toda América y en otros países colonizados, aún en nuestros días, las disputas por la propiedad de la tierra y los recursos naturales han traído consigo flagrantes violaciones a los derechos humanos de los pueblos indígenas.  Entre las víctimas, hay jefes comunitarios y religiosos y también niños/as, ancianxs y mujeres asesinadxs por defender los recursos naturales de sus territorios.

       Desde hace más de cinco décadas, las poblaciones indígenas (no sólo de América, sino de todo el mundo), han puesto de relieve la cuestión fundamental de la relación que mantienen con sus tierras ancestrales, en el contexto de la necesidad urgente de que las sociedades no indígenas entiendan la importancia espiritual, social, cultural, económica y política que revisten para ellas sus tierras, territorios y recursos que aseguran su supervivencia y vitalidad.

       Los pueblos originarios (o indígenas) han explicado sin descanso que, debido a su profunda relación con tierras, territorios y recursos, es necesario disponer de un marco conceptual diferente para comprender esa (su) relación, así como reconocer las diferencias culturales que existen entre quienes identifican a la tierra como dadora de sustento y quienes sólo la ven como una mercancía.  Las poblaciones indígenas han incitado a la comunidad internacional a que se asigne un valor positivo (no cuantificable en moneda) a esta relación característica y particular.

       Resulta difícil separar un concepto indígena de los demás, sobre todo cuando se intenta describir la relación de los pueblos originarios con su hábitat.  La relación con la tierra y con todo ser viviente, para ellos, es fundamental.  Por ejemplo, el arte indígena tiene la peculiaridad de fundir el uso práctico con la representación simbólica y estética, como lo admiramos en la llamada “artesanía”.  A la mirada ajena, resulta difícil comprender todo el mundo de valores y conceptos depositados en su propuesta estética; su percepción de la naturaleza y su resolución del mundo.

       Han sido todas sus manifestaciones, de resistencia y voluntad, las que han logrado poner en las distintas mesas de debate internacional su innegable presencia.  El grupo de trabajo de las Naciones Unidas para la atención de los derechos humanos de las poblaciones indígenas, así como los diversos estudiosos del tema, son quienes nos hacen saber de que los pueblos indígenas se resisten a ser asimilados por otras culturas y desaparecer; que para ello muestran una determinación tan fuerte como sus ancestrales raíces y que se encuentran en búsqueda de la libertad de cambiar según sus propios principios, adoptando los aspectos que del mundo moderno les sean benéficos y rechazando las intrusiones que sólo dañan su espíritu y su legado.

       Datos relativamente actuales, calculan que en todo el mundo, más de 300 millones de personas, lo que equivale apenas al cinco por ciento de la población total, aún mantienen una fuerte identidad como miembros de una cultura indígena con raíces históricas y lingüísticas milenarias, perteneciente, según los mitos y la memoria, a un lugar en particular.  Con todo, sus visiones únicas de la vida se han ido disolviendo cada vez más en la espiral de los cambios.

       No hay mejor manera de medir esta crisis, que con el número de lenguas desaparecidas: a lo largo de la historia, han existido unas diez mil lenguas; hoy, de las apenas seis mil habladas, muchas no se enseñan a lxs niñxs.  De hecho, ya son lenguas muertas.  Y sólo 300 tienen más de un millón de hablantes.  En este siglo, podrían perderse la mitad de las lenguas que actualmente se hablan.

       Y no está por demás recordar que más que un conjunto de palabras o de reglas gramaticales, una lengua es un destello del espíritu humano por el cual el alma de una cultura se apropia del mundo.  “Una lengua -opina Michael Krauss, lingüista de la Universidad de Alaska- es tan divina y misteriosa, como un organismo vivo.  ¿Por qué habríamos de lamentar menos la desaparición de una lengua, que la extinción de una especie?”.

       La analogía biológica es perfectamente aplicable.  Cuando la extinción es compensada con el nacimiento de nuevas especies, es un fenómeno normal; el alud de especies desaparecidas a causa de las actividades humanas, en cambio, no tiene precedente.  Las lenguas, como las especies, también han evolucionado siempre, sólo que en nuestros días, desaparecen a un ritmo alarmante: a la vuelta de una o dos generaciones.  “Perder una lengua, es como tirar una bomba sobre el Louvre”, se lamentan especialistas.  Conforme mueren lenguas, mueren culturas… y perdemos algo de nuestra humanidad.

       Al final, seguramente, las culturas que sobrevivan serán aquellas que quieran y puedan abrazar lo nuevo según sus propios principios, rechazando todo lo que signifique la violación total de su forma de vida.  En bastos territorios anteriormente custodiados por pueblos y poblaciones indígenas, los bosques, las palmeras, las lianas y todo tipo de árboles frutales caen arrasados por quienes promueven el monocultivo, la ganadería y diversos tipos de “industrias” como la inmobiliaria, consorcios comerciales y turísticos.  Las aves, los mamíferos, reptiles e insectos, también son aniquilados o se marchan de esos territorios expoliados por la ambición del hombre: una visión irrepetible de la vida se desvanece a la vuelta de una sola generación.

       Hoy como nunca, los pueblos originarios nos convocan, a hombres y mujeres, a unir la voluntad en torno al Cosmos y la Tierra, alrededor de la vida, para alcanzar la cúspide de la verdadera Paz.  Con justicia, equidad y dignidad.

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