Alma Gloria Chávez.

        Imposible saber a ciencia cierta en qué momento de la humanidad la mujer pasó a ser (o a  concebirse) sólo un apéndice del varón.  Aunque se tiene conocimiento de culturas muy antiguas en las que la mujer aparece como protagonista en condiciones de igualdad ante el hombre, sólo de vez en cuando se las menciona y más bien queda la impresión de que resultan incómodas, aún para lxs especialistas en el tema, por lo que son poco estudiadas.

      Desde etapas primigenias en la historia humana, que por lo general es y ha sido contada por varones, la mujer aparece como una máquina fisiológica que llena su tiempo con las labores de la crianza, de la atención y cuidados para otrxs y, finalmente, terminada la misión terrena, pasa a “mejor vida”.  A este corto ciclo biológico se le miraba como natural y hasta resultaba sorprendente el que una mujer sobreviviera a los múltiples partos y aún más, a la pareja.  Para ella se reconocían tres atributos: obediencia, suavidad en sus maneras y entrega total… a la familia y a las demás instituciones.

       Y se nos hizo creer que la mujer ideal es la que se deshacía en vida para hacer la vida de lxs demás, pasando a ser un “bien mueble” de la familia y de todas las instituciones conocidas; una posesión más frágil que las otras cosas del haber patrimonial.

       “Buscar a la mujer en la historia de México representa admitir que existen múltiples desconocimientos”, afirma la historiadora Julia Tuñón Pablos.  Y lo mismo sucede en la historia universal.  La escritora inglesa Virginia Woolf decía al respecto: “Hace siglos que las mujeres han servido de espejos dotados de la virtud mágica y deliciosa de reflejar la figura del hombre, dos veces agrandada (ya que)… los espejos son esenciales a toda acción violenta y heroica”.  Esto es, nuestro papel en la historia se ha distorsionado por el espejo que significa la historiografía.

       El principal modelo que se nos ha ofrecido a las mujeres en todas las etapas de la vida del país (sobre todo desde el siglo XVI), es un “deber ser” que enajena nuestras realidades y nuestras opciones.  Lo femenino se asocia a la “naturaleza” y virtudes como la emoción, el instinto y la intuición.  En tanto, lo masculino, susceptible de cambio, se vincula con el pensamiento, el “hacer cultura”, el crear… pero también con las guerras, para promover “cambios” y finalmente, control.

       Sin embargo, sabemos, por las pocas mujeres que se mencionan en las páginas históricas, que los anhelos libertarios nos han acompañado desde siempre.  Y podemos observarlos, de manera significativa, en personajes como La Malinche, Eréndira, Sor Juana Inés de la Cruz, doña Gertrudis Bocanegra, María Luisa Martínez, Josefa Ortiz de Domínguez, y más recientemente, en Rosario Castellanos, Benita Galeana, Rosario Ibarra, La Comandante Ramona y las mujeres zapatistas; en Evita Castañeda o en Digna Ochoa y otras muchas que reconocemos como “luchadoras sociales”.

       El doctor Moisés Guzmán reconoce que en los albores de la denominada Guerra de Independencia, al Sur de América, las libertadoras indígenas primero, las mestizas y criollas después, fueron perfilando el movimiento libertador que hoy nos permite a todas las mujeres pensar y decidir por sí, expresando la necesidad de construir un mundo justo, digno, sin exclusiones de ningún tipo y sin violencia.

       Algunos ejemplos: Bartolina Sisa, mujer del caudillo Túpac Catari y Gregoria Apaza, hermana del mismo, quienes en 1782 fueron sacrificadas en La Paz, Bolivia, por haber participado en el alzamiento indígena contra los encomenderos.  Micaela Bastidas, esposa de Túpac Amaru, también murió por la misma causa en Cuzco, Perú.  El doctor Guzmán Pérez registra a Manuela Cañizares, quien en la ciudad de Quito participó como conspiradora, poniendo su casa a disposición de las reuniones rebeldes.  Gregoria Batallanos, acompañó al capitán Juan de Peñaranda, en Potosí, vestida de soldado y combatió a los realistas en Puno y la valiente Juana Azurduy de Padilla, guerrillera de Chuquisaca, quien formó un ejército de mujeres amazonas para enfrentar a los realistas en Cochabamba, llegando a obtener el grado de Teniente Coronel en 1816.

       Mujeres de ese temple también tuvimos en nuestro país documenta el doctor Moisés: conspiradoras, como Leona Vicario o María Rodríguez del Toro de Lazarín, ambas miembrxs distinguidxs de la organización secreta de “Los Guadalupes”.  Consortes silenciosas, como Mariana Martínez Rulfo, esposa de Ignacio Rayón, presidente de la Junta de Zitácuaro, a quien acompañó en varios itinerarios y diera a luz a varios de sus hijos en pleno campo de combate; o Antonina Guevara, esposa de Nicolás Bravo, que tuvo qué renunciar al cariño de su padre para seguir los pasos de su marido y de la insurgencia.

       Lo que impulsó a estas valientes mujeres a insubordinarse, sin duda, fué la vida en el México del siglo XVIII, que resultaba doblemente injusta para la gran mayoría de féminas: discriminadas por el poder político-religioso y sometidas a decisiones y caprichos familiares, nos lleva a suponer que ante las legislaciones estrictas, y ese “deber ser” que no lograba acomodarse a una realidad avasallante, los anhelos, los sueños y los deseos (que no son fáciles de encadenar) enseñaron a muchas mujeres a moverse en el nivel de lo ambiguo y a buscar espacios acordes a lo más parecido o cercano a la libertad.

       Las mujeres del campo y de comunidades, encontraban en la elaboración de textiles, de cerámica y en algunas actividades agrícolas, los momentos propicios para que el cuerpo y la mente disfrutaran de una cierta paz las que recibían educación, pertenecían al sector criollo, y esos “aprendizajes” no garantizaban beneficio social, por lo que acogerse a la lectura, la música y la poesía resultaba igualmente liberador.  Sor Juana Inés de la Cruz, rodeada de mujeres pertenecientes a esa clase social, decía que “muchos quieren dejar bárbaras e incultas a sus hijas, que no exponerlas a tan notorio peligro como la familiaridad con los hombres…”

       Largos y dolorosos procesos se han vivido en nuestro Continente y en el país, marcados por guerras, en la búsqueda de una sociedad sana: libre de prejuicios, dogmas, fanatismos, explotación, discriminación y autoritarismo.  Innumerables batallas se han librado entre los hombres, intentando alcanzar los más altos ideales a que aspira la humanidad.

       Pero hoy podemos afirmar que nada ha sido en vano.  Las mujeres, con todo el dolor de contemplar a los padres, esposos e hijos sacrificados, se han ido sumando a los esfuerzos de quienes nos empeñamos en trabajar y contribuir en la construcción de los cimientos de la paz con justicia y dignidad.

       Y han sido esos ideales libertarios de miles de mujeres (algunas apoyando las luchas contra las tiranías; otras haciendo de sus vidas experiencias dignas y ejemplos a seguir), los que hoy nos convocan por igual: a hombres y mujeres, a sacudir las cadenas que nos atan a las servidumbres creadas; a liberarnos de las confusiones en la mente, en el intelecto y en el corazón.  Porqque el proceso de la transformación del mundo comienza con la autotransformación.  Y el mundo sólo se liberará de la guerra y de la injusticia, cuando lxs individuxs seamos auténticamente libres y de  ideales libertarios.

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