Fidel Rodríguez Ramos – José Octavio Ferreyra Rodríguez
Antes de que llegaran los españoles por primera vez a lo que más tarde sería América, unos cazadores p´urhépechas se perdieron en un denso follaje, recorrieron obscuros bosques, en momentos los densos rayos del Sol producían eclipsantes efectos de luz, subieron por un monte, y al apartar unas ramas observaron un fabuloso lugar donde se levantaban grandes peñascos, alzaron su vista para observar el vuelo de las águilas.
Ahí en ese sitio decidieron edificar Pátzcuaro ¿por qué? pues porque inmediatamente se sentía una fuerte energía, que era otro de los anhelados pedazos de paraíso buscados durante largo tiempo. Agradecidos descansaron, observaron un fuerte cielo azul, las aguas cambiantes de tonalidad verde, naranja, amarillo.
Olvidaron el sentido del tiempo, se levantaron cuando el cielo comienza a cubrirse de negro para dar paso a una incesante lluvia. Llenos de gozo comunicaron la buena nueva, y todos decidieron levantar dos soberbios templos dedicados al Sol y la Luna (en lo que actualmente es la basílica y Ex Colegio Jesuita) en medio de esos edificios principales, por donde descendían los dioses, brotaba agua en abundancia, cristalina que descendía hasta lo que hoy es la plaza dedicada Tata Vasco, formando un gigantesco espejo en ese sitio se considera que eran sepultados distinguidos personajes tarascos.
El agua continuaba su paso hasta la denominada “plaza chica”, dedicada a Gertrudis Bocanegra, para formar otra superficie cristalina. Qué bello es Pátzcuaro, cuan embrujante es su atmósfera, a pesar de tantos cambios, transformaciones no ha perdido su fuerte atracción que la hace amar perdidamente; cuentan que el gran poeta chileno, premio Nobel de literatura Pablo Neruda absorto, disfruta en una ocasión la llegada de la tarde, de la oscuridad en una luneta de la Plaza Grande.
¡Gracias Pátzcuaro por haberme dado la oportunidad de nacer aquí, de ser tu hijo!