Una mujer disfruta de la naturaleza.

Alma Gloria Chávez.
Ha sido un aprendizaje lento y doloroso: que las decisiones que tomemos respeto a nuestros
cuerpos y a nuestro derecho a la salud, impactan en el medio en que vivimos… y viceversa.
Porque todo lo que permitamos que altere negativamente el medio en que vivimos, de alguna
manera repercutirá, en algún momento, a nuestra salud: mental, emocional o física.
Hoy estamos entendiendo que a los problemas de contaminación ambiental, propios sobre
todo de países industrializados, también debemos sumar los peligros ambientales que se viven en
América Latina y El Caribe (y México, como parte importante de esta geografía) y que no se limitan
a las consecuencias del desarrollo tecnológico, sino a la falta de previsión humana. O también, por
qué no decirlo, a la tremenda ambición que surge de una pequeña élite de la humanidad, que
siempre apuesta a obtener más control y ganancias a costa del riesgo que esto presupone para las
mayorías.
Sólo en épocas recientes, se ha logrado entender cómo el lugar donde vivimos y las
condiciones en que trabajamos, afectan nuestra salud, haciéndolo de manera clara, visible, o sin
que apenas nos demos cuenta, e igualmente con mayor o menor gravedad. Pero lo innegable es
que la interrelación entre ambiente, trabajo y salud es una regla que siempre se cumple.
Actualmente, se considera que los problemas ambientales, incluyendo entre ellos la dieta y los
hábitos de vida, son la causa de entre un 60 y un 90 por ciento de todos los cánceres humanxs, así
como de un alto porcentaje de otras enfermedades que afectan a los pulmones, el corazón, los
riñones y el sistema nervioso y que incluso provocan problemas de conducta. También están en el
origen de distintas afecciones del aparato reproductor y de muchas malformaciones de
nacimiento.
Con matices muy distintos, según el nivel de industrialización, todos los habitantes del planeta
compartimos, en mayor o menor medida, algunos problemas de la vida cotidiana que ponen en
peligro nuestra calidad de vida y nuestra salud. Y si bien reconocemos en el organismo de los
seres vivos la gran capacidad y posibilidad de resistencia y adaptación hacia cualquier tipo de
contaminación, también sabemos que para lograrlo tienen que sucumbir muchísimos individuos (o
hasta generaciones enteras) en condiciones verdaderamente lamentables.
Por mucho que intentemos evitarlo, nuestra salud está expuesta a los riesgos y peligros
ambientales. Las sustancias tóxicas y los campos electromagnéticos no discriminan: cruzan
fronteras regionales, sexuales, de raza y de clase. Sólo la capacidad económica individual
determina la posibilidad de protección: algunas personas pueden costearse una mudanza para ir a
vivir lejos de un vertedero sanitario de desechos químicos o de una planta nuclear; otras pueden
comprar agua embotellada o alimentos naturales, sin aditivos químicos, o pagar por un mejor o
más atento servicio médico. Pero no es la gran mayoría de la población.
Millones de personas en el mundo no tienen acceso a una buena alimentación, a vivienda
digna, o a servicios de salud de calidad, debido a la gravísima situación económica por la que
atraviesan. Las políticas de ajuste macroeconómicas impuestas por la globalización de la
economía, están dirigidas hacia las finanzas y la reducción de los gastos gubernamentales para

muchos programas sociales. Se busca incrementar la producción, bajando los costos y se hace
caso omiso a las consecuencias humanas y medioambientales que generan.
En Estados Unidos, por ejemplo, estudios especializados han revisado que tres de cada cinco
depósitos de desperdicios -donde se arrojan las sustancias comerciales más peligrosas- se localizan
en comunidades de pobres, donde mayormente residen afroamericanos o latinos. Y que la basura
electrónica se envía a países donde no existe control ambiental, como la India o África, lo que
constituye una “infamia de lesa humanidad”.
La clara identificación de este denominado “racismo ambiental” y la aún limitada respuesta del
movimiento ambientalista, han inspirado una forma de pensar y actuar para hacer y lograr Justicia
Ambiental, a partir de la premisa: “Toda Vida es Preciosa, e igual para ricos y pobres, blancos o
negros, hombres y mujeres”.
Y como mujeres estamos aprendiendo a ser más conscientes y a permanecer más atentas a los
problemas provocados por las causas ambientales, así como a tener más confianza en el poder de
nuestros conocimientos. En el pasado, a menudo nos limitábamos a aceptar un “aborto
espontáneo”, la esterilidad, o el nacimiento de un hijo o hija con deformidades o problemas
físicos. En la actualidad, en lugar de resignarnos sin más, investigamos sus causas; y cuando lo
hacemos, descubrimos que, muchas veces, nuestros problemas guardan relación con el medio
ambiente. Y entendemos -no sin asombro- cómo los intereses de industriales y de empresarios se
regulan por sí mismos, teniendo como aliados (la mayoría de las veces) a las administraciones
gubernamentales, que hacen muy poco por combatir la contaminación del medio ambiente.
Los tiempos que vivimos imponen la necesidad de equilibrar los posibles desajustes en el
ambiente que se derivan del desarrollo tecnológico, entendiendo que la expansión y progreso
económicos, no son un fin en sí mismos, sino que deben estar al servicio de la humanidad,
atenuando desequilibrios y traduciéndose en mejora de la calidad de vida.
En este sentido, resulta innegable que corresponde al Estado, a través de sus organismos
oficiales, dictar las recomendaciones relativas a la protección de los seres humanos y el ambiente
en general, por lo que la participación de la ciudadanía organizada continúa siendo indispensable
al informarse, analizar y luchar para denunciar y eliminar los peligros ambientales, exigiendo
además su regulación.
Corren tiempos de movilidad humana… pero trabajemos afanosamente para que esa
movilidad, organizada y de manera inteligente, logremos que el estado de derecho prevalezca, e
impere, para todxs sin excepción, la anhelada Justicia Ambiental.

Compartir: