Alma Gloria Chávez.
Cada 30 de agosto, a nivel internacional, se recuerda, mediante actos y manifestaciones de
organismos humanitarios, acompañados de cientos de miles de personas que han perdido a seres
queridos: sindicalistas, estudiantes, ambientalistas, activistas de derechos humanos, pobladores
de pueblos indígenas y de zonas urbanas, afrodescendientes, adolescentes, hombres y mujeres
que además de verse enfrentados a quienes les despojan de sus tierras y recursos, terminan
siendo detenidos por agentes y fuerzas de seguridad del propio Estado que tiene obligación de
velar por sus derechos humanos… para luego “desaparecer”.
“Al desaparecer, el desaparecido se lleva su delito (si es que lo cometió) y, muchas veces, su
nombre. Se lleva también su posibilidad de defenderse, su manera de ver la vida, el por qué de su
lucha; su risa y su sonrisa. Ya no es nadie, no es nada. El desaparecido se lleva hasta su silencio.”
Escribe Elena Ponitowska Amor.
Refinadísima forma de represión política, practicada de manera habitual en nuestro
Continente, la Detención-Desaparición es el mecanismo empleado para “hacer a un lado” a los
supuestos enemigos del régimen. “No sabemos nada”, “no es de nuestra jurisdicción”, “no
podemos hacer nada”… son algunas de las frases que anteceden la espantosa, la aterradora
búsqueda de los familiares desaparecidos.
Tratando de aparecer un simple secuestro, perpetrado en forma rápida, violenta y anónima,
como lo dictan los cánones de la tradición, generalmente el acto es precedido por un allanamiento
de morada en el cual un grupo armado interrumpe violentamente, a altas horas de la noche
preferentemente, en el hogar de la víctima y, tras el amedrentamiento y maltrato del resto de los
moradores, lleva consigo a su presa, además de todos los objetos que pueden hurtar durante “el
operativo”.
En países de América como Chile, Brasil, El Salvador, Guatemala, Uruguay y Argentina, sobre
todo en las décadas de la segunda mitad del siglo XX y en regímenes militares, se practicó la
detención contra quienes se consideraba enemigos políticos, sin que hasta hoy día se tenga la
certidumbre de qué autoridad ordenaba el arresto, quién cumplimentaba las órdenes y a dónde se
llevaban a los detenidos. Igual sucedió en México durante la hoy denominada “Guerra Sucia”.
Gracias a la persistencia del movimiento nacional por los Detenidos-Desaparecidos, entre
cuyos integrantes estuvieron padres, madres, hijos e hijas de cientos de víctimas y que algunxs,
como la señora Rosario Ibarra de Piedra se caracterizaron por su entrega a la causa, logrando
romper el cerco de silencio que existía para esta infamia nacional, y sobre todo a los valerosos
testimonio de “gallardos” militares (que sufrieron amenazas y cárcel), además de sobrevivientes
de esos aberrantes actos de injusticia, es que se han logrado “abrir los archivos del horror” en
México y actualmente se transita por un proceso que busca desentrañar sucesos dolorosos que
impiden resarcir y sanar las heridas que duelen a la Nación.
En México, empezamos a familiarizarnos con el término “derechos humanos”, después del
holocausto de 1968 y gracias a la labor valiente y minuciosa de miles de ciudadanxs -entre ellos
algunos destacados escritores, periodistas y abogados- que salvaron gente, visitaron cárceles y

recogieron testimonios, que dieron cuenta de la represión en toda su dimensión. En esa época,
también llegaron a México los exiliados sudamericanos, quienes dieron a los derechos humanos
un significado concreto, reconocible. Aquí se hablaba de represión, violencia, arbitrariedad,
persecución política pero no de violaciones a los derechos humanos. Y en algún momento
reconocimos que algo similar pasaba aquí y allá. Allá, en campos de concentración en Chile y
Argentina, aquí, en el Campo Militar Número Uno. Hoy sabemos que en los años 60 y 70 del siglo
veinte, en México no se vivió una guerra, sino un “terrorismo de Estado”.
“Diálogos por la Verdad”, se ha denominado a estos ejercicios que han llevado a integrantes
de la Comisión de la Verdad a lugares recónditos de la geografía mexicana, caracterizados sobre
todo por vivir en condiciones de aislamiento y víctimas de cualquier tipo de delincuencia que les
impide encontrar paz. “Cuna de rebeldes”, se llegó a denominarles y se localizan en los Estados de
Guerrero, Chiapas y Oaxaca, sobre todo.
El informe final del Mecanismo de Esclarecimiento Histórico (MEH) de la Comisión para la
Verdad, sostiene que “el Estado Mexicano es responsable de violaciones graves a los derechos
humanos entre 1965 y 1990” perpetradas en la guerra sucia, cuando se instrumentó la violencia
“sistemática y generalizada, no sólo contra la insurgencia, sino también contra una amplia gama
de disidencias y comunidades”, muchas más de las que se habían reconocido históricamente,
entre ellas personas indígenas, población de la diversidad sexual, refugiados guatemaltecos y
periodistas.
El informe, en el que participaron Abel Barrera, David Fernández Dávalos y Carlos Pérez Ricart,
sostiene que el saldo de la represión fue de por lo menos 8 mil 594 víctimas de detención y
desaparición forzada, tortura, ejecución extrajudicial, masacres y otras violencias, incluida la
sexual. Además del desplazamiento forzado de 123 mil 34 personas, en 113 diferentes eventos.
Los investigadores, cuya responsabilidad concluye en septiembre, afirman que “la institución
perpetradora por antonomasia de las violaciones a derechos humanos en ese período, fue el
Ejército Mexicano”. Y la historiadora Eugenia Allier Montaño y su equipo (integrantes del MEH)
documentan que “una de las violencias de aniquilamiento que caracterizó el período 1965-1990,
fueron los Vuelos de la Muerte, de los que, si bien se desconoce el número de víctimas, hay
indicios de que podría hablarse de cientos”.
Alejandra Cárdenas Santana, doctora en Historia, feminista y sobreviviente de tortura y
secuestro en el Campo Militar No. 1, estuvo presente cuando una veintena de campesinos viejos y
estragados narraron, por primera vez en público, uno de los episodios más brutales de la
embestida contrainsurgente, ocurrido en la población de El Quemado, en la sierra de Atoyac,
donde el Ejército Mexicano perpetró una masacre sistemática, no contra un foco guerrillero, sino
contra una población ajena a la lucha armada.
Y aquí en Michoacán, apenas el pasado 20 de julio, en la comunidad de Tarejero y otras
comunidades en resistencia, se conmemoraron los 50 años de la desaparición forzada de cinco
integrantes de la familia Guzmán Cruz: Don Jesús y sus hijos Armando, Solón Adenauer,
Venustiano y Amafer, junto a Doroteo Santiago Ramírez, Rafael Chávez Rosas y José Luis Cruz
Flores. Su delito: continuar la tradición de lucha de sus ancestros, desde la época de las grandes
haciendas porfiristas y asumirse, algunos de ellos, como cuadros político-militares de la guerrilla
del Movimiento de Acción Revolucionaria. Nos siguen faltando 43 y muchos, muchxs más.

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