José Octavio Ferreira Rodríguez

    Hace 1988 años, Jesús, el hijo de Dios fue crucificado, sufre una de las muertes más dolorosas que puede haber para una persona, por órdenes del imperio romano en Jerusalén. El Salvador gustaba de la compañía de pastores, pescadores, campesinos, artesanos, con los más humildes, de donde escoge a los personajes que propagarían  sus enseñanzas, las diez reglas que se deben de tratar de cumplir para estar bien con nuestros semejantes, y con uno mismo, como aquello de “amarás a tu prójimo como a ti mismo”.

      La condena es tan dolorosa que el mismo mesías llegó a exclamar: “Dios mío porque me has abandonado”. Morir en la cruz era el castigo para quien osará cuestionar el orden establecido, más a quien es tenido por rebelde, tomado como sospechoso para encabezar una rebelión con los desheredados, que hiciera posible establecer el reino de Dios en la Tierra.

   Jesucristo es de los nuestros, quien nos hace sentir como parte de una y sola humanidad, pues al amar a nuestros semejantes, amábamos al Creador del Universo, con ello dábamos prueba de comprender su estancia y llegada milagrosa que se registra en Belén,  en este valle de lágrimas y alegría. Quien fuera carpintero, en su niñez se extravía y lo encuentran en el templo, dialogando con los sabios de su tiempo. Realizaba curaciones milagrosas, poniendo sus manos en la frente, sienes de quienes le piden pronta curación, aliviados le querían agradecer sus prodigios y él contestaba: “ Tu fe te ha salvado ”

    ¿Quién puede dudar de que en ésta región Jesús nunca ha dejado de estar con nosotros? Frente a las falsas aseveraciones de que la actual epidemia arrasaría con millones de nosotros, hoy por su gracia, por la vida que nos sigue dando, podemos comentar que su presencia es palpable, pues la hora de su muerte se ha anunciado con una especial quietud, apenas si se escucha el suave rumor de los fresnos que se unen a una profunda pena. Natural con nosotros, desde que nacemos es la compañía de su poderosa persona, quien nos propone creer, aceptar la posibilidad de ser perdonados al reconocer nuestras diarias fallas.

     La mayoría de nuestros semejantes, ante la pregunta del por qué debe soportar Él la difícil prueba del Vía-Crucis, el tormento en la Cruz, en el sitio donde hoy se ha edificado una iglesia para honrar su memoria, todos responden: “Cristo murió para que todos los pecados, faltas de la humanidad fueran perdonados, ÉL se sacrificó por nosotros”.

    Con una corona de espinas en la cabeza, Jesús subía el sendero del Calvario y murmuraba: “No lloréis por mí, sino por vosotros mismos”. Lo desvistieron, le clavaron las manos y los pies en una cruz que erigieron en la cumbre de la colina, entre las de otros dos condenados. A uno de los ladrones que crucificaron a su lado y que le pidió que se acordará de él cuando hubiera llegado a su reino, Jesús respondió con la voz quebrada por el dolor: “Hoy estarás conmigo en el paraíso.”

  El desprecio y el odio no tardaron en convertirse en piedad y vergüenza, incluso entre algunos soldados romanos. Cuando el sufrimiento y la agonía ya eran insoportables, sumergieron una esponja en un poco de vinagre (los soldados romanos tenían la costumbre de quitarse la sed con un poco de vinagre y agua) y la subieron hasta la boca con la punta de su lanza. Jesús humedeció sus labios y, tras murmurar unas palabras, expiró.

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