Fidel Rodríguez Ramos

    En el Michoacán antiguo era práctica común, sepultar a los familiares, en la cocina, junto al fogón. Se le preparaba, con agua cristalina se limpiaba su cuerpo y era costumbre dar una comida de muerto a los acompañantes en el duelo, seguramente después, como todavía hoy se ve en muchas comunidades indígenas se entregaba una mazorca, donde los granos son la nueva vida, se creía que los muertos nunca se iban, uno podía estar con ellos para siempre, confiándoles las dichas o penas.

  Por la noche, los altos monarcas, reyes, príncipes eran conducidos a las yácatas de Tzintzuntzan, Ihuatzio, Pátzcuaro, esos mismos edificios los hay prácticamente en todo el estado, para ser incinerados, acompañados de mujeres envueltas en lágrimas. El teponaxtle, la chirimía, el caracol, las sonajas producían lamentos musicales. Con los poderosos, tenían la suerte de acompañarle sus mujeres, algunos servidores que gustosos daban su existencia, y se pensaba que un perro conduciría el alma de esos sacrificados por el agua hacia el paraíso, y o  al llamado inframundo.

    El ceremonial que hoy llama la atención de millones de gentes, los vestigios de algo milenario se forma con las relaciones que se establecen entre gentes que acostumbran venir desde lo que hoy son las tierras sudamericanas, Bolivia, Perú, de sus navegantes que viajaban por el Pacífico para venir a pasar largas temporadas con las gentes de nuestro Michoacán, esas gentes del Sur seguramente les enseñaron a trabajar los metales.

   Las gentes de la parte sur de nuestro continente influyeron para que se hicieran tumbas en Zamora, que parecen botellones, excavaron la dura superficie, horadaron piedras para poner escalones, ahí colocan a sus muertos, rodeados con reproducciones en miniatura, que muestran sus casas, vestidos, tocados, costumbres, juegos parecidos a lo que hoy sería el beis o jockey, además de mucha loza que seguramente fue llenada con suculentos manjares que los difuntos disfrutarían en su otra vida.

    La ofrenda que hoy vemos durante el día primero y dos de noviembre recoge buena parte, de la tradición que hoy se comenta. El arco sería el arreglo que permite el descenso de las ánimas, que son recibidas con agua, sal, comida. Se ponen luminarias que sirven como señales, y algo importante se ponen platillos que gustaban comer quienes estaban con nosotros, por eso no se escatima dinero para preparar un buen mole, pescado, frutas, vino, pan.

    Recientemente en Tingambato (donde se prende el fuego), se descubre un monumental entierro de una jovencita, cubierta con miles de arreglos, a un lado se colocan armas y seguramente dicha mujer llega a ser una gran dirigente o combatiente. Todavía en ese lugar podemos apreciar tumbas centenarias, hechas con lajas de piedra que han resistido grandes sismos.

   Costumbre era colocar las cenizas de los muertos incinerados en grandes ollas, se prefería sepultarlas en los llanos. En éstos primeros días de noviembre, todo se conjuga, el ambiente, el clima, sin que nadie no los diga se impone guardar un respetuoso silencio, no hacer una fiesta, para recibir a los niños, jóvenes, mujeres, adultos, tatas que no han dejado de estar en nuestros corazones y pensamiento.

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