Alma Gloria Chávez
Dicen por ahí que “Todo está dicho; pero como suele olvidarse, hay que volverlo a repetir”. Esto cabe, para tantos diálogos que entre mujeres de distintas geografías y espacios regionales nos acercaron en aquellos lejanos años, cuando apenas se estaba identificando (o nombrando) eso que ahora se reconoce como Violencia de Género y que hoy, de acuerdo a mi percepción, urgen nuevamente reanimar.
Personalmente, siempre me he considerado afortunada al contar, entre mis amistades, a muchas mujeres indígenas de diversas partes del territorio nacional: de Puebla, Oaxaca, Chiapas, Sonora, Guerrero, Estado de México y Michoacán, son algunas de ellas. Una mayoría, desgraciadamente, ya han pasado a rendir tributo a la Madre Tierra… pero su esencia vive, en cuanta enseñanza y ejemplo lograron sembrar.
Nos llegamos a encontrar en talleres, foros y reuniones comunitarias; compartiendo conocimientos, situaciones y experiencias que seguramente y de una u otra manera, nos han llevado a reconocernos y valorarnos con la certeza de que en cualquier lugar del planeta, las mujeres entendemos la vida “de otra manera”: -“Porque a todas, sin duda, nos disgusta lo que lastima nuestro corazón”, sin importar que forme parte de una costumbre.
A menudo –escuché de ellas-, en los usos y costumbres de cualquier cultura o comunidad, no existe la palabra justicia, sobre todo para las mujeres. Hay lugares en el territorio nacional (y aquí mismo, en nuestra región), donde las mujeres y niñas, adolescentes y adultas, ni siquiera se atreven a mirar de frente a los hombres: sin miedo o sumisión. Con excepciones notables, los usos y costumbres, así como las asambleas comunitarias, llegan a ser espacios poco democráticos y entre las costumbres, aún persisten formas dominantes de relación impuestas desde la Colonia. No se diga de las que se encuentran vinculadas con la religión.
La mayoría de mis conocidas, debo aclarar, no está en contra de algunos usos y costumbres que –sin violencia- traen beneficios colectivos, como la organización y participación en ceremonias, fiestas faenas en donde participan por igual varones, niños, niñas y ancianxs, así como cuando se decide la forma en que se puede defender la comunidad de los saqueadores y acaparadores de recursos… o cuando, sin intermediar instituciones oficiales, se decide conformar una agrupación o colectiva de artesanas, de agricultoras, de promotoras, de ahorradoras, etcétera.
Tengo presentes algunos testimonios que he escuchado cuando se habla de cómo contribuimos al fortalecimiento de las relaciones entre hombres y mujeres, en la familia y en la comunidad. “Hay ocasiones en que, para pensar en los momentos felices de nuestra vida, primero traemos a la mente situaciones que nos causaron enojo, tristeza o dolor… será porque desde niñas se nos ha enseñado que debemos controlar hasta nuestra alegría…”, dijo en cierta ocasión Ofe, una promotora cultural de radio indígena en Sonora.
Romelia (integrante del EZLN), alguna vez me confió: “Yo ya estaba destinada para ser pareja de un hombre al que ni siquiera conocía, porque mis padres recibieron de él costales de maíz y un animalito, como regalo de compromiso. Cuando lo supe, me dio mucho coraje… luego, tristeza. ¿Qué hice? Me fui de la casa y del pueblo, a un lugar donde tenía amistades que me apoyaron y ayudaron. Trabajé, estudié y desde hace años me dedico a capacitar grupos de mujeres en la gestión de recursos para distintos proyectos. También he logrado que mis padres entendieran que al hacerme cargo de mi vida lo hice con responsabilidad y de manera honesta. Ahora tengo novio y pensamos casarnos cuando juntos lo decidamos”.
A Rita y Margarita, de una comunidad p’urhépecha, les costó también romper con una serie de impedimentos culturales propios del lugar, para desarrollar, de manera eficiente y responsable –pero sobre todo, con gusto-, su trabajo como promotoras de educación inicial: “Primero, como nos veían jóvenes y saliendo al amanecer para acudir adonde nos capacitarían, empezaban a murmurar sobre qué cosa andaríamos haciendo… y aunque seguramente muchos/as lo sabían, afirmaban que no éramos buenas mujeres. Y luego, ¿cómo iban a dejar que sus hijas (madres jóvenes, como nosotras) se acercaran a nuestras pláticas? Hasta nuestros maridos sufrieron con todo lo que pasamos, pero nos apoyaron y seguimos”.
Josefa e Idalia, a quienes conocí en una reunión del Congreso Nacional Indígena en Nurío, luego de hablar de los obstáculos que han aprendido a saltar desde niñas, para participar con voz y voto en las Asambleas de su barrio y de su comunidad, me dijeron: “Hablaban de nosotras hasta gente que ni conocíamos. Que queríamos ser como hombres, que mejor estaríamos cuidando nuestras casas y niños”. Una y otra, hasta en el seno familiar, tuvieron problemas. Pero lograron superarlos con entereza e inteligencia (sin violencia). Cuando les conocí, ambas se encontraban acompañadas de maridos e hijos, quienes, a fuerza de ver la entrega de estas dos mujeres, no sólo para defender “su” causa, sino para defender derechos y dignidad de pueblos indígenas, como el suyo, terminaron por incorporarse al movimiento nacional que exige reconocimiento a derechos y cultura de nuestros pueblos originarios.
Petra me hizo entender con claridad en alguna ocasión: “Cuando algo de eso que nombramos usos y costumbres llegue a lastimarnos, es el momento de pensar cómo cambiarlo”. Mujeres chiapanecas han dejado testimonios valiosos al respecto: “Pensamos que la sociedad se enriquecerá cuando a la mujer se le reconozca su participación y lo haga en todos los niveles; y se humanizará cuando las mujeres y los hombres participen en igualdad y plenamente. No es bueno ni sano que las mujeres adoptemos el modelo masculino en nuestro comportamiento cuando alcanzamos posiciones de responsabilidad ante nuestras comunidades. Queremos que el poder no oprima a nadie, sino libere. Queremos que las mujeres aprendamos que debemos ser y sentirnos autónomas, que no debemos depender de nada ni de nadie”.
Muchas mujeres, desde aquellos años (más de tres décadas ya) aceptamos esa propuesta que nos hacen las compañeras de pueblos indígenas. “Contra violencia: respeto, entereza y dignidad”. Porque también en sociedades urbanas, sobreviven (incluso se han agudizado, adoptando formas inimaginables) relaciones bastante violentas, que dañan nuestra integridad. “Que causan dolor a nuestros corazones”, a decir de doña Adela, de Santa Fe de la Laguna.