Alma Gloria Chávez
Han transcurrido varios lustros desde que un amigo p’urhépecha me obsequió la siguiente reflexión que pretende describir la actitud de quien se autodefine como descendiente de un pueblo y una cultura originarios: “La forma de andar por la vida, la ayuda mútua, el servicio, la participación en fiestas, ceremonias, creencias y costumbres propias, son muchos tesoros, mucha riqueza… nuestra cultura es algo muy valioso que cuidamos, conservamos y que nos caracteriza.”
Y no sólo se refería a quienes en este territorio se reconocen como nahuas, ñañúes, pirindas, mazahuas o p’urhépechas, sino a todos/as los/as que durante siglos han aceptado la denominación “indio” o “indígena”. “El indígena no separa la religión de la vida; el indio no se realiza sin la tierra y sin creencia. Somos gente de la tierra y gente de Dios (como en nuestra lengua le nombremos). Siempre creemos en un Ser Superior, creador de la vida. El indio verdadero es muy sensible a las necesidades de los/as demás y tiene capacidad de encontrarle solución a las situaciones difíciles. Para el indígena el “poder” es ofrecer servicio, respetando las costumbres. Convocando a asambleas y tomando acuerdos con el pueblo. El poder es administrar los bienes del pueblo buscando mejorarlo; el poder no lo vemos como una carga impuesta, sino como una carga preciosa que se lleva con amor… buscando el bien común, promoviendo faenas y buscando en todo momento la mayor participación, con convicción de que el trabajo en conjunto siempre será para el bien común”, terminaba su reflexión.
Tiempo después, entendí que a esta forma de ser o actitud ante la vida, entre la comunidad p’urhépecha, es a lo que nombran Kaxumbekua, que yo resumo como “ser íntegro” en el pensar, en el sentir y en el hacer.
Décadas atrás (por allá en los años ochenta), cuando llegué a tener cercanía con hombres y mujeres de distintas comunidades indígenas del Estado (gracias a la Unión de Comuneros “Emiliano Zapata”, que me abrió sus puertas solidarias), pude constatar que son una realidad esas personas de probada rectitud e integridad, que con frecuencia pasan inadvertidas para una mayoría de individuos que valoran al ser humano sólo por los bienes materiales que éste acumula; por su condición física o por determinadas características de su personalidad, quedando sin valor ante sus ojos materialistas valores como la honradez, la honestidad, la sencillez o la modestia y hasta hacen burla del espíritu de servicio, el “dar de sí”.
Dos formas de entender y vivir la vida diametralmente opuestas, me parece.
“Cuando se hace una fiesta en la comunidad, no se piensa tanto en lo que se va a gastar, sino en lo que se va a compartir”. “Cuando un niño o niña nace en una comunidad, no nace sólo para su familia, sino para todo el pueblo”, mencionó en un taller el maestro Benjamín Lucas. Y también añadía: “Existe lo que se ve, para identificarnos como p’urhépecha, pero también lo que se piensa o se siente (no visible). Nuestra gente sabe que hay maneras de pensar la vida muy distintas a la nuestra. Nosotros (los p’urhépecha) sentimos o no sentimos, eso no se puede explicar… el tiempo lo medimos de otra manera, igual que las distancias. Nosotros tenemos todo el tiempo… el tiempo nos pertenece”.
Amigas de raiz p’urhépecha, en un taller dedicado a “diagnosticar” la problemática social y ambiental en la región, nos obsequiaron las siguientes reflexiones: “La mujer que conoce, vive y se alimenta de la naturaleza, es la salud de todas las mujeres. Es una combinación del sentido común y el sentido del alma. La intuición que se logra al entrar en contacto con la naturaleza, es como la oreja que escucha más allá del oído humano, es como el susurro que nos está diciendo por dónde ir. Nosotras lo conocemos muy bien, es el sentido que solamente nosotras tenemos. Por eso, cuando se viene perdiendo el contacto con esa naturaleza, vivimos en un estado muy cercano a la destrucción y dichas facultades no se pueden desarrollar. Eso nos enferma”.
Yo he aprendido, junto a estas amigas y compañeras valiosas, que apartarse de la Naturaleza, es atentar contra nuestra salud y nuestra vida.
Adelaida nos recomendó no callar lo que una siente, pues “el callar nos afecta a lo largo de nuestra vida. Pero la forma en que nos comunicamos, también es importante. Debemos estar dispuestas a escuchar, para poder ser escuchadas”.
Herminia complementó: “Además de la comunicación, hace falta practicar la confianza, el respeto y la comprensión… y no sólo entre mujeres. Pero sí es importante que nosotras, las mujeres, eduquemos a hijos e hijas en estos principios que yo siento tan nuestros”.
Amigos y amigas p’urhépecha me han hablado y mostrado con su ejemplo y práctica constantes, valores tan importantes como la Kaxumbekua (vivir en armonía, con integridad); Tekantani (tolerancia), Umbekua (amor), Jarhajperakua (compartir), o la Puantsakua (perdón). Y con todos ellos, continuar sembrando Mintsikakua (esperanza).
Muchos hombres y mujeres de mi tierra se encuentran convencidos/as de que la raíz p’urhé se nutre de lo bello y lo bueno de costumbres, tradiciones y valores heredados. Yo saludo con afecto y respeto a quienes así me lo han mostrado.
Y termino con estas frases de un texto de María José Arana, titulado “Masculinidad y Feminidad”: “Por cada mujer cansada de aparentar debilidad, hay un hombre débil, cansado de parecer fuerte. Por cada mujer calificada como ‘hembra emocional’, hay un hombre a quien se le ha negado el derecho de llorar y ser delicado. Por cada mujer que se siente atada por sus hijos, hay un hombre a quien le ha sido negado el placer de la paternidad. Por cada mujer que da un paso hacia su propia liberación, hay un hombre que redescubre el camino hacia la libertad”.