Alma Gloria Chávez.

       “En México (decía una recordada amiga), llegar a la senectud con buen ánimo, no resulta nada sencillo; sobre todo porque, como tantas cosas de la vida, no se nos enseña desde la infancia”.  Y la etapa por la que estamos atravesando actualmente, debido a la crisis bio-sanitaria, nos está develando una de esas verdades de las que poco se habla, por lo estremecedora: en México y en muchas otras partes del mundo, resulta práctica común la discriminación hacia nuestros mayores.

       Yo recuerdo el testimonio de una de mis amigas mayores (abuela, bisabuela y pensionada de alguna secretaría de gobierno) cuando me hizo ver que los poco más de dos mil pesos que recibía mensualmente “por jubilación” no le permitían alcanzar esa plenitud de vida que ella y muchos jubilados hubieran deseado al llegar al final de su vida laboral.  Ella murió hace pocos años, y yo sigo afirmando lo lamentable que resulta para muchas personas, luego de haber dejado tantos años en trabajos diversos,  tener que iniciar una etapa de sobrevivencia, auspiciada por familiares e intentando obtener alguna ocupación que ayude por lo menos a sortear el hambre, o atender medianamente alguna enfermedad. 

       En México, los 60 años es la edad en que se inicia oficialmente la ancianidad.  En Estados Unidos, se inicia a los 65.  La esperanza máxima de vida para un anciano varón mexicano es de 67 y de 70 para las mujeres; en tanto, en los países nórdicos, para ambos sexos, pasa los 75 años.  Cerca del quince por ciento de los ancianos que se estima hay en el país, se encuentran con alguna discapacidad y una gran mayoría de ellos carece de hogar, atención y cuidados.

       Sin embargo, en los últimos años, el principal orgullo de las instituciones de salud en el país, es el “incremento en la esperanza de vida”, aunque no mencionan qué se hace para mejorar la calidad de esa existencia o “tiempo extra de vida”.  Por ejemplo, las mujeres que trabajan en el servicio del hogar, o en el caso de los varones, los albañiles y los peones del campo, laboran toda su vida sin ningún tipo de protección social, con magros salarios y sin pensión alguna que les permita vivir dignamente.

       Sin embargo, en el campo y en provincia todavía podemos observar el respeto y las atenciones que se les brindan a las personas mayores; diferente a lo que sucede en las grandes ciudades, donde por lo regular todos los miembros de las familias tienen tan variadas ocupaciones, que los abuelos/as llegan a resultar un verdadero estorbo, por lo que no es raro encontrarles deambulando por las calles y jardines “para pasar el día y llegar a casa sólo a dormir”.

       En las ciudades, el respeto se diluye; es tragado por las prisas, las nuevas formas de convivencia en las familias, el individualismo y el egoísmo.  Pocos ancianos/as “más afortunados”, encuentran en los clubes de la tercera edad los sitios de reunión de sus iguales, para distraerse y convivir.  Esto es lo que sucede en México con nuestros adultos mayores.

       La población senil en general, como lo atestiguan los frecuentes reportajes en diarios y otros medios, se encuentra casi en el desamparo.  “Ya no son productivos” -dicen convencidas las instituciones y empresas comerciales.  Y algo verdaderamente infame sucede en instituciones de salud, en las que a pesar de declararse “amigas del adulto mayor”, la atención para cualquier persona que sobrepase los 80 años, es prácticamente nula, negligente… discriminatoria.

       Excepto en la ciudad de México, en la gran mayoría de los estados no existe interés ni voluntad para diseñar políticas adecuadas de tipo preventivo para atender el desamparo de nuestros senectos y los programas existentes, ni son suficientes en cantidad o en calidad, además de la carencia de centros que posean personal capacitado para lidiar con las patologías propías de esta etapa.  Resulta entonces urgente que en nuestro medio se delimiten programas especialmente diseñados para prevenir algunos males de la senilidad, así como para ofrecerles tratamiento y atención dignos.

       Para lograr que en toda sociedad se elimine el trato discriminatorio y sistemático contra las personas por su edad, resulta necesario empezar por aceptar que en cada una/o de nosotras/os existe esa actitud tan extendida y tan “normalizada”, que pareciera natural.  Y enseguida, aplicar medidas correctivas al respecto.

       Aceptemos que la discriminación por edad tiene varios orígenes y que el primero y seguramente el de mayor contundencia, es el resultado de que en nuestras sociedades se intenta negar la realidad de la enfermedad y de la muerte.  Al negarnos a aceptar estos dos hechos, también evitamos la posible tarea de planificar nuestros años de vejez y nos vamos asumiendo totalmente dependientes.

       Otro factor que contribuye a la discriminación por edad, es la marginación y el aislamiento de las y los ancianos y el desaprovechamiento de sus habilidades y de su sabiduría, fenómeno acentuado hoy día debido a los rápidos cambios sociales y tecnológicos que nos hacen olvidar lo mucho que podemos aprender de las experiencias de quienes han vivido más años.

       Finalmente, la más injusta fuente de discriminación en nuestro modelo de sociedad occidental, es la devaluación de todas aquellas personas que “no producen”, lo que en términos sociales se traduce en la persona de los viejos, de niños y niñas y de jóvenes sin empleo, además de aquellos y aquellas que se encargan del cuidado de adultos mayores y enfermos/as.

       Esta última semana del mes de agosto, dos fechas nos obligan  a voltear la vista y la atención hacia nuestros “adultos mayores”: el día 21, dedicado a quienes son abuelos/as, y el día 28, específico para quienes han traspasado el umbral  de los 60 años.  Por todos los medios posibles, las instituciones encargadas de su atención y -por supuesto- las empresas comerciales, se vuelcan en alabanzas y reflexiones, felicitando esa etapa de la vida que también denominan “de plenitud”.

       Con todo mi afecto y reconocimiento a familiares y amistades más mayores que yo.

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