Alma Gloria Chávez.
Tiempos difíciles nos encontramos viviendo mujeres y varones que ya alcanzamos la etapa inicial de envejecimiento. Hoy, a propósito de ello, recuerdo la risa contagiosa de una amiga de mi madre, que en cercana vecindad, se encontraban muchas tardes, en la sala de su casa (con balcón hacia la calle), para intercambiar o practicar puntadas de dos agujas, ganchillo, deshilado o bordado, charlando además de uno y más temas, con la misma pasión que ponían en las labores manuales. Lolita Barrera era su nombre y su risa franca sonaba más alegre cuando alguien de sus contemporáneas comentaba que ya habían envejecido: “Viejos?… los cerros. ¡Y reverdecen!” Lolita era mucho mayor que mi madre y mi abuela. Y logró llegar a más de los noventa años de vida, a pesar de su viudez, la pérdida de hijos y otros pesares que logró sortear con entereza.
Mis dos abuelas también vivieron largos años (más de 94 cada una) y mi padre 98. Y tal vez por estas circunstancias que actualmente se nos presentan a todos/as por igual, cabe una somera reflexión al respecto: al parecer, somos las mujeres quienes hoy estamos viviendo un poco más de tiempo que los varones. Sin embargo, muchas llegan a la etapa de la vejez encontrándose solas y frecuentemente llenas de “achaques” y múltiples compromisos familiares que no siempre resultan satisfactorios, y sí en cambio, desgastantes o frustrantes. Pero también muchas nos enseñan cómo vivir y disfrutar (aún en soledad) de esa etapa, siendo ejemplos de amabilidad, solidaridad y optimismo.
Ha sido hasta años muy recientes que el movimiento internacional de mujeres se ha planteado, como premisa principal, el cuidado o “reapropiación” de nuestros cuerpos y nuestras vidas como la mejor posibilidad que nos proporcione un envejecimiento saludable y pleno. Y si somos relativamente pocas las mujeres de mi y nuestra generación que lo sabemos y asumimos, podemos percibir que las mujeres más jóvenes (aún con toda la información que hoy en día se genera) necesitan también aprender de nuestra experiencia.
Muy cierto resulta el refrán que dice “saber es poder”, y somos las mujeres quienes el “poder” lo entendemos como verbo a conjugar y una tarea compartida: con lo que sabemos y aprendemos juntas, podemos transformar no sólo nuestro estado físico y emocional, sino que también podemos hacer mucho para mejorar las condiciones de vida básicas para que nuestra salud y la de nuestras familias y comunidades sea buena.
Saber es poder aprender, poder cambiar, poder estar en desacuerdo, poder explorar y experimentar, poder disfrutar; saber es saber pasar de la indignación a las propuestas; es poder aprender y desaprender: saber es poder ser libres e independientes y también poder amar y apoyar el bienestar de todos/as quienes nos rodean.
A lo largo de nuestras vidas podemos dar pasos firmes para mantener una buena energía y salud y reducir el impacto de la enfermedad, el deterioro físico, o de condiciones crónicas cuando seamos todavía más mayores. Actualmente, aunque no resulta igual para todas las mujeres, existe mayor información acerca de la manera en que podemos cuidar de nosotras mismas y por supuesto que la mayoría, por lo menos intuimos, qué tipo de hábitos pueden –o no- servirnos para el resto de nuestras vidas.
Con la crisis bio-sanitaria por la que todo mundo (literalmente) atravesamos, se impone reforzar mucho de lo que habíamos hecho a un lado en cuanto hábitos alimenticios, de higiene, o de cuidados físicos y mentales, sabíamos era importante. Podemos dejar de consumir tantas grasas y azúcares, bebidas embotelladas, el alcohol, el tabaco, tranquilizantes y medicamentos, y aumentar la ingesta de frutas, semillas y verduras de temporada, por ejemplo. Recuerdo que esas eran las recomendaciones de nuestras abuelas. Mi abuela paterna, por ejemplo, decía que Dios nos daba lo que necesitábamos en cada temporada del año. Ella era de Santa Clara y sabía qué frutas, verduras y legumbres “hacían bien” a nuestro organismo en cada época del año. Recomendaba, por ejemplo: “no hay qué comer ninguna fruta hasta que haya recibido las primeras lluvias”.
Está probado que muchos de los rasgos del envejecimiento, incluso de los considerados alguna vez biológicamente inevitables, pueden prevenirse y ser incluso reversibles, con algunos cambios de hábitos, entre los que se encuentran también los actitudinales (cambios de actitud). ¿Y qué tal si en vez de utilizar tanto un vehículo nos proponemos caminar más? ¿Y si cambio horas de permanecer frente a una televisión o una computadora u otro móvil, a por lo menos 60 minutos de lectura, escritura, jardinería, o alguna manualidad que ejercite nuestro lado creativo?
Pero nuestro objetivo no debe ser simplemente vivir más tiempo, sino lograr la más alta calidad de vida posible mientras transcurra nuestra existencia. La creatividad y el asombro deben permanecer siempre a nuestro lado, así como la empatía, la esperanza y la solidaridad.
Debemos tomar en cuenta de que a pesar del importante papel que podemos desempeñar en el cuidado de nuestra propia salud, a veces tenemos qué recurrir al sistema médico y como mujeres de mediana o avanzada edad, nos encontramos enfrentadas a distintos obstáculos para obtener una buena atención… con frecuencia de otras mujeres. Las mujeres adultas (y tal vez igual los varones) no cuentan demasiado para la profesión médica. En nuestro caso, los trastornos físicos y emocionales, son caracterizados, como un mero “síndrome posmenopáusico”… para el que sólo se proporcionan medicamentos.
Aún en nuestros días, cuando tantos avances existen en la investigación y atención médica, se presta poco interés a las necesidades de salud de las mujeres ancianas, centrándose la literatura médica en la menopausia como el principal aspecto de la salud en la edad mediana, como si sólo los órganos reproductores fueran el centro en torno al cual girara toda la vida de una mujer.
El profesional médico y otro personal de salud comparten las actitudes culturales negativas hacia los ancianos hombres y mujeres por igual. En contextos médicos, esto puede tomar la forma de evasión activa y disgusto (lo que percibí del personal que “atendió” a mi padre en la Institución que le recibió por una fractura de cadera), o un patrón de paternalismo menos obvio, pero sin dejar de ser discriminatorio. La discriminación por edad, que modula muchas de las actitudes de médicos hacia sus pacientes mayores, se magnifica con el sexismo.
Sin embargo, ¿quién mejor que nosotras/os para conocernos, querernos y cuidarnos? Nunca es tarde para empezar a realizar cambios y entre ellos seguramente, uno de los más importantes es deshacernos de la dependencia que nos ha atado a los médicos durante décadas. Pienso que estos tiempos críticos resultan óptimos para aprender más de nosotras/os y cuidarnos a consciencia… como hoy lo recomendarían esos mayores que nos precedieron.