Fidel Rodríguez Ramos

     El día anterior a la toma de posesión de Enrique Peña Nieto, asistimos a una conferencia de prensa en la ciudad de México, donde decenas de organizaciones anuncian que no se iba a permitir, pacíficamente, que se le colocara la banda presidencial en el Congreso de la Unión, a un violento personaje que ordena agredir sexualmente a decenas de mujeres, entre ellas a algunas extranjeras, que hacían causa común con los habitantes de San Salvador Atenco, que se oponían a la construcción de un aeropuerto en Texcoco, Estado de México.

            Un día después, a temprana hora  de diciembre del 2012, en marcha cientos de jóvenes se dirigieron a San Lázaro, al llegar encontraron a cientos de maestros oaxaqueños que habían impedido la entrada de los diputados al recinto oficial, amurallado y custodiado por cientos de granaderos y policías, algo que llama la atención fue observar en la calle a mujeres y hombres, como de clase media, vestidos de negro, perfectamente pertrechados para tomar por asalto la sede mencionada, con garfios, cuerdas, guantes.

    Con decisión todos se dirigieron a gritar consignas frente a las planchas de hierro, que con palos se golpeaban incesantemente. Serían las nueve de la mañana, cuando de pronto la gente empezó a dispersarse, porque los guardias, indiscriminadamente empezaron a disparar balas de goma, y a lanzar decenas de bombas lacrimógenas que producen una intensa cubierta de niebla, todos empiezan  a sentir ahogo, irritación en los ojos y garganta, ardor en la cara.

     Varios sufrieron el efecto de los proyectiles en diversas partes de su cuerpo, el asedio se generaliza al edificio, se echan abajo varias planchas y eso provoca más irritación, coraje, violencia de los cuerpos policiacos. En minutos, hombres y mujeres organizan brigadas, unos recogen a los heridos o a quienes sufren los daños de los gases, echándoles refresco de cola en la cara, dándoles esponjas empapadas con vinagre.

   Parecía un campo de batalla, el miedo inicial se convierte en una aceptación, en pensar el: “ya estoy aquí y ni modo”. Nadie corre, escapa, se pone a salvo, a pesar de tener oportunidades, algo desconocido paraliza, se produce un ambiente solidario, comprensión del porqué se esta presente. Cercas de nosotros pasa algo en el espacio, era una granada lacrimógena que roza, muy cerca, la cabeza de un director de teatro a quien acompañaba su hija, éste cae y rápido lo llevan al refugio improvisado atendido por adolescentes, casi niñas, el impacto lo pone en estado de coma y lamentablemente muere.

   Al aumentar la violencia, poco a poco, como a las once,  retrocedimos, llega la dirección de los maestros de Michoacán, al frente Juan José Ortega Madrigal quien pregunta por la tensa situación, la columna formada ya para ese entonces se detiene frente a la terminal TAPO, donde la comunidad de Atenco, frente a los medios denuncia, condena la actuación del nuevo Presidente.

    Quisimos avanzar al Zócalo capitalino, pero de pronto vemos actuar a personas de negro, rompiendo semáforos, paraderos de autobuses y destruir un auto en exhibición que se encontraba en una gasolinera para rifarlo, se decide dar por terminado la protesta, cada quien se retira como puede.  Frente a Palacio Nacional, por Bellas Artes, la Alameda se empieza a detener jóvenes, adultos que violentamente son conducidos a agencias ministeriales, decenas de inocentes, quienes solamente por su aspecto fueron golpeados, secuestrados ante los ruegos y llanto de sus acompañantes que no entendían el porqué de ese actuar arbitrario. A las pocas horas se realiza

 una gigantesca manifestación que exige liberar a los detenidos injustamente. “Antes” así actuaba el Gobierno Federal.

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