Alma Gloria Chávez                                                                                                                   

       Hace cerca de veinte años que el padre Antonio Abad (sacerdote católico, de Pastoral Indígena), me ofreció un testimonio que reforzó en mí la certeza de cómo en toda ceremonia o festejo p’urhépecha se encuentra presente el sincretismo que la religión judeocristiana trajo a nuestros territorios.  El “Corpus”, dijo el padre Antonio, oriundo de Pichátaro, “Es la fiesta en la que agradecemos los dones y frutos que brinda con generosidad la Naturaleza y nos otorga además el “Oficio”, necesario para nuestra subsistencia”.

       Según datos conocidos, la primera ciudad de la Península Ibérica que celebró el Corpus Christi, fue Barcelona, en el año 1319 o 1320.  Tiempo más tarde, en la segunda mitad del siglo XVI, a raíz del Concilio de Trento, la fiesta se había convertido ya en el símbolo por excelencia del catolicismo.

      Es muy posible que la primera fiesta del Corpus en territorio de lo que hoy es México, se efectuó en 1526 con “gran esplendor, gran majestad y sobre todo, con regocijo y alegría”, pues todo el ceremonial rememora la omnipresencia del cuerpo y la sangre de Cristo, entre la grey católica cristiana.

       Entre las comunidades originarias de las tierras conquistadas, la tradicional fiesta del Corpus ha tenido una presencia de más de 400 años, y aún cuando la fiesta (por lo menos el nombre) es de origen español y con un trasfondo ideológico cristiano, podemos ver en ella ciertos elementos relacionados con reminiscencias de origen prehispánico.

       En territorio de lo que hoy es Michoacán, por ejemplo, se conocen investigaciones que nos hablan de que por estas mismas fechas, los pobladores originarios celebraban una de las principales ceremonias, que tenía como objetivo agradecer a los dioses tutelares las lluvias fortificadoras y necesarias para la subsistencia de los seres: la “Caheri Conscuaro”.

       Poco se conoce de esta ceremonia que se celebraba en todo el ámbito de la comarca al inicio de las lluvias y en la que las mujeres, doncellas bellamente ataviadas, llevaban jícaras delicadamente adornadas, al tiempo que ejecutaban un baile al compás de los atabales y chirimías.  Bailando, colocaban frutos de diferentes árboles en las jícaras hasta que éstas quedaban rebosantes, y luego repartían todos los frutos entre los asistentes, que aceptaban el ofrecimiento y después, todos juntos, lanzaban al aire esos frutos y muchas flores silvestres.

       Al llegar la Conquista, los europeos, y con ellos los primeros evangelizadores, intentaron persuadir a los purépecha de que abandonaran sus creencias por considerarlas pecaminosas, pero sólo consiguieron fundir las dos religiones, dando como resultado ceremonias y fiestas sincréticas, como la del Corpus (Ch’anantskua), que a la fecha continúan arraigadas en la vida de las comunidades.

       En la historia antigua del pueblo michoacano, la espiritualidad fue siempre la base de su cultura.  Eminentemente religiosos, nuestros antepasados se caracterizaron por su profundo respeto a las deidades –que eran representaciones de los elementos de la Naturaleza-, pero sin llegar al fanatismo.  Así, los gobernantes estaban sujetos a las normas de la religión, y la religión estaba sujeta al respeto de los gobernantes.

       Si se quiere ver con perspectiva occidental este fenómeno, se puede afirmar que en Mesoamérica (y en este caso en México), la religión, en tanto que síntesis de todos los conocimientos, es el lenguaje de la naturaleza y ésta se encuentra constituida por la totalidad del Cosmos, del cual el género humano es una de sus múltiples partes.

       Aquí en la ciudad de Pátzcuaro, esta celebración estuvo a punto de perderse, pero hace aproximadamente seis lustros, gracias a los moradores del Palacio de Huitziméngari (provenientes de distintas comunidades p’urhépecha), se volvió a recuperar con el sentimiento original de agradecer y compartir el oficio que se tiene, asegurando con ello que Dios (“Padre y Madre”) y la Naturaleza, bendigan el producto que resulta del esfuerzo y el trabajo honesto de hombres y mujeres laboriosos.

       Fue en la casona de don Antonio Huitziméngari, sitio que albergó a los últimos descendientes de la nobleza indígena p’urhépecha, donde se reunieron artesanos, pescadores y agricultores, quienes junto a profesionistas y maestros/as de educación indígena, se organizaron e invitaron a otros gremios locales para volver a celebrar el “rejuego” por las calles y en la Plaza principal.  A lo largo de este tiempo (más de 30 años), en algunas ocasiones los organizadores han recibido el apoyo de autoridades municipales y eclesiásticas; otras veces, el desinterés o el espíritu de competencia prevalece… pero el festejo auténtico se hace presente.

       En las comunidades indígenas, después de la ceremonia religiosa, casi siempre al mediodía, se realiza una procesión con el “Santísimo” (un manifestador que lleva la Hostia Sagrada), recorriendo las principales calles de la población, en done previamente se colocan altares o “pozas” bellamente adornadas por grupos que representan a los gremios : pescadores, alfareros, agricultores, etcetéra.  Y por la tarde, (alrededor de las 17 horas) empieza el festejo denominado “rejuego”, que en lengua p’urhépecha se nombra Ch’anantzkua, que constituye en sí misma un ritual: todos juegan a representar su oficio, por eso se hacen panecitos, morralitos, ollitas, etcétera, pero se toma muy en serio el papel que cada uno/a juega en el pueblo y se enorgullece de pertenecer a un gremio u oficio.

        En poblaciones mestizas, todavía hace pocos años, la celebración del Corpus Christi se caracterizaba por la presencia de pequeñas mulitas elaboradas con hojas de maíz a las que se les agregaban sacos o huacales conteniendo semillas, hortalizas y frutos varios, además de ollas, cazuelas, molcajetes, metates, petates y cucharas (todo en miniatura), que rememoraban a las “recuas” utilizadas por los arrieros de antaño que trasportaban su mercancía de un lugar a otro. Las mulitas además funcionaban como amuletos que ayudaban a tener prosperidad y bonanza durante todo el año.

       Este año, a pesar de la crisis bio- sanitaria por la que atravesamos, en casi todas las poblaciones de la Cuenca lacustre se realizaron las ceremonias características de esta temporada, observando, en todo momento, las indicaciones que nos comprometen al respeto y cuidado, para con nosotras/as y para con las/os demás.  Entendiendo que este festejo ceremonial también nos compromete al cuidado y respeto por la Naturaleza… propiciando con ello el buen temporal.

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