Alma Gloria Chávez.

       Las diferentes culturas que poblaron este territorio que hoy reconocemos como América, sabían que aún muriendo, la vida continuaba; que había una posteridad, un futuro cargado de incertidumbres, pero no por ello visto con temor, sino más bien como parte de un ciclo existencial y, en ocasiones, asumido con honor, como para quienes se ofrendaban a los dioses.

        En territorio michoacano, encontramos uno de los lugares más antiguos de Mesoamérica donde se tuvieron rituales de aprecio y cuidado por los difuntos: El Opeño, situado en el municipio de Jacona, con más de 3,500 años de antigüedad.  Las actuales generaciones, sin permanecer ajenas a los descubrimientos científicos de este tercer milenio, todavía hoy nos maravillamos ante la concepción que esos pueblos (calificados como “primitivos”) tenían acerca de cómo todos los seres vivos se pertenecen mutuamente.  ”No somos seres separados –dicen algunos custodios de la tradición-, sino dinamismos o etapas de un proceso en el que no cabe la muerte, sólo la transformación”.

        La celebración a nuestros muertos en México, viene de ese sincretismo que fusionó la religión católica con las antiguas ceremonias dedicadas a quienes abandonaron este mundo terrenal, por tanto, se puede definir ecléctica: es indígena y es española.  Entre las culturas precolombinas siempre se tuvo un respeto por la muerte, pero en la celebraciones mestizas también permea un carácter lúdico que viene de la cultura popular europea, provocado por las famosas epidemias de la Muerte Negra.  Desde esas épocas, se empezó a ver la muerte (sobre todo entre la clase popular) bajo otro concepto: era el temor, pero también el intento de vencer el miedo.

         Sin duda por estas herencias, para los mexicanos la muerte no es un juego.  Se le considera familiar, porque está aquí, entre nosotrxs; por eso es que a los vivos les corresponde hacer que su estancia, durante los festejos del 1 y 2 de noviembre, sea lo más placentera posible, “para que no nos haga daño”.

         Comunidades, pueblos y ciudades forman un mosaico de costumbres, tradiciones y cultos “a los que viven en el más allá”; extensión quimérica de la vida terrenal, siempre respetada, amada y conservada por los que habitamos esta tierra.  Diversos son los medios para lograrlo: la foto del difunto, veladoras, cirios, panes, agua, dulces, frutas de temporada, guisos tradicionales –sin faltar los preparados con maíz-, cempazúchil, flores de nube, amaranto y esos lirios que aquí llamamos “flor de ánima”.  En algunas comunidades, arcos monumentales “levantados” con la participación de niñxs, jóvenes y adultxs, y para las ánimas pequeñas, el camino señalado con pétalos de flores o “huinumo” que les guiará del cementerio a sus hogares.  En muy pocos lugares todavía se escuchan los cantos tristes, llamados “alabanzas” y todavía en menos, cantados en p’urhépecha.

         Cada vez que tengo oportunidad, yo cuento a niños y niñas que “la palabra muerte no se encuentra en el lenguaje de lxs antiguos p’urhépecha, ni en su mente.  El concepto lo trajeron quienes llegaron del otro lado de la mar océano y lo representaban como un esqueleto que portaba una guadaña, con la que cortaba el hilo de la vida.  En nuestras antiguas culturas, en cambio, el desprenderse del cuerpo físico el espíritu que lo habita, es como cuando una mariposa deja su capullo y emprende el vuelo para continuar su ciclo de existencia”.

         También les hablo de cómo, cuando yo era pequeña, mi abuelita paterna y también otros mayores, nos decían que todas las pequeñas mariposas blancas que parecían bajar a las calles del centro de Pátzcuaro desde los cerros cercanos en los primeros días de octubre, eran las almas de lxs pequeñxs que llegaban anunciando la proximidad de la fiesta de las ánimas.  Con ello, nos invitaban a respetarlas y cuidarlas… igual que a los colibríes o tzintzunis, pues también de ellos decían que eran las almas de antiguos guerreros que así renacían una y otra vez.

        Actualmente, la velación y ofrendas para las ánimas, que se realizan en la casi totalidad de comunidades identificadas como p’urhépecha, convoca a miles de visitantes llegados de diversos puntos del estado, del país y aún del extranjero.  En muchas comunidades, la costumbre indica que las ofrendas del primer año se colocan en el altar doméstico (el de casa), pero esto de ninguna manera hace excluyente la visita al panteón; sin embargo, el lugar más importante para “la espera” es el altar de casa.  Para esperar al ánima, se congrega a la familia, principalmente, y a los padrinos (si éstos aún viven), porque son ellos quienes se encargan de colocar la ofrenda.  Las mujeres tienen por encargo llevar el pan, la fruta y las velas; a los hombres les toca el “natzari” o caballito (en Cuanajo), además del pan, flores y fruta.

         Cada población tiene su especial manera de ofrendar y los vecinos saben que aún no siendo invitados, pueden acudir a ofrecer sus respetos por el difunto reciente que tenga una familia.  Cuando llegan a la casa donde se va a ofrendar, llevan canastas con pan ofruta, que se colocan sobre un petate, así que la cantidad de frutas y todo lo que se ofrenda dependerá de la gente que llegue a la casa.  Los caseros preparan a su vez los tamales y el atole para ofrecer a los visitantes, además de cigarros y ponche.  Cuando ya es tiempo de retirarse, a los visitantes se les devuelven sus canastas con tamales.  Después del primer año, la ofrenda se coloca en el panteón, a excepción de quienes mueren entre los tres meses previos a la fiesta, que se quedan sin ofrenda, pues el ánima del difunto no ha llegado a donde tiene qué llegar y la familia aún está de duelo, sin ánimo para hacer la fiesta.

         En lugares de tradición alfarera, como Zipiajo, quienes se encargan de las ofrendas son las mujeres.  Su actividad principal, que es la alfarería, imprime el sello característico a su manera de ofrendar: consiste principalmente, en el enjarre o alisado de las tumbas.  Este trabajo empieza después de siete años de fallecida la persona, no antes, pues en ese tiempo se espera que la tierra se asiente y se pueda entonces empezar a levantar la tumba, que lleva una forma ovalada.  En este lugar las tumbas de lxs niñxs se orientan hacia el Oriente y las de adultxs hacia el Poniente.  Cuando un difunto no tiene parientes que lo ofrenden, la gente que acude al cementerio esparce pétalos de cempazúchil en su tumba y así nunca queda su alma olvidada.  A las tumbas de niñxs se llevan arcos hechos en casa, con una silueta en el centro que les representa, adornada con flores blancas y en el centro una flor roja, que representa su corazón.

          Este año, como nunca en mucho tiempo atrás, estos días de velación, ofrendas y espera de nuestras ánimas, seguramente “calará” muy hondo en los corazones tocados por los muchos duelos de una atípica temporada.7  

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