Alma Gloria Chávez.

      En 1917, cuando se elaboró la Constitución Mexicana, se pensó que todos los habitantes del país deberíamos ser iguales y que la Nación Mexicana se integraría por ciudadanos/as con una sola cultura.  Sin embargo, esto dio pie a fuertes controversias jurídicas y culturales que en enero de del año 1992, dieron como resultado una adición al Artículo IV Constitucional, en cuyo primer párrafo quedó establecida la composición PLURICULTURAL de la Nación, sustentada originalmente en sus pueblos indios; protegiéndose, por ley, el desarrollo de lenguas, culturas, usos, costumbres, recursos y formas específicas de organización social.  Desde entonces y muy recientemente (1992), en México se reconoce constitucionalmente el derecho a la diferencia.

       A pesar de las variadas formas (legales e ilegales) que se han utilizado para opacar la presencia indígena en la vida y en la historia nacional, hoy como nunca antes se empieza a reconocer la relación viva que los pueblos originarios mantienen con los bienes materiales e inmateriales, producto de culturas anteriores al establecimiento de la hispánica en territorio nacional.  Herederos de una cosmovisión incomprensible para los ojos de la “modernidad”, en todo el planeta Tierra podemos encontrar eventos sincrético-religiosos que nos indican la estrecha relación que conservan pueblos indígenas con el entorno en que habitan.

       En el documento que sobre autonomía presentaron a discusión trece organizaciones indígenas nacionales en el año 1995, leemos: “El proceso histórico en que hemos sido incluidos los pueblos indígenas, ha sido la historia del despojo.  Fuimos despojados de nuestro territorio y recursos; de nuestras tierras, de nuestras formas propias de organizarnos socialmente; en muchos casos, de nuestras lenguas e indumentaria, fiestas y ceremonias.  Se buscó despojarnos de nuestras raíces y de nuestro propio ser; además, se nos quiere imponer el despojo de nuestro futuro como individuos, como grupo, como pueblo.  En ese proceso doloroso, se nos despojó, junto con todo aquello, de nuestra participación en el poder nacional.  El despojo ha ido acompañado de la imposición: la imposición de autoridades, de formas de organizarnos, de usar y labrar la tierra; de curarnos, de educarnos y, en general, nos imponen sin respeto los programas de gobierno con autoritarismo y pisoteando nuestra identidad.”

      En el año 1972, fue publicada en el Diario Oficial de la Federación, la Ley Federal sobre Monumentos y Sitios Arqueológicos, Artísticos e Históricos, cuyo acuerdo principal determina la no utilización de ese patrimonio por ninguna persona física o moral, entidad federal, estatal o municipal, con fines ajenos a su objetivo o naturaleza.  A pesar de la buena intención que esa ley  previó para la conservación de los monumentos y los sitios arqueológicos e históricos, se debe entender como una más de las imposiciones que la “cultura nacional” estableció con relación a los bienes materiales que tenían importancia para los pueblos precolombinos, despojándolos de toda significación viva que pudieran tener para los indígenas contemporáneos.  Por ello, la relación actual que tienen los pueblos indios con su patrimonio material (en este caso los monumentos arqueológicos) es bastante compleja, diversa y no exenta de conflicto ante las leyes en materia.  En cambio, se sabe que en ocasiones ese patrimonio es materialmente vejado, utilizado como “escenario” de espectáculos ajenos a la cultura que lo originó.

       “En el pasado, nuestros abuelos y abuelas construyeron grandes obras, algunas de las cuales han servido a otras culturas y pueblos: en la dieta de sus habitantes, en el desarrollo y proyección de la moderna astronomía, en la ampliación de los conocimientos humanos acerca del tiempo y la conducta humana y, por supuesto, en nuestra relación con el Cosmos… en esta dirección, nuestros pueblos han sido capaces de dar a conocer que a la razón le resulta imposible dominar todo: por ello asumimos la necesidad de fortalecernos dentro de los senderos del sentir, de lo sagrado y de las emociones.  Porque sin sentimientos, no hay hermandad; sin el componente sagrado nadie puede respetar la Naturaleza aunque haya voluntad, y sin emociones, se acaban las experiencias y se codifican las conciencias”.  En este fragmento, de la Declaración de Ab’ya Yala, queda clara la postura de los pueblos originarios respecto a su Patrimonio Inmaterial, del que difícilmente pueden ser despojados.

       El Patrimonio Inmaterial resulta de gran relevancia, porque es fuente de la diversidad cultural y asegura el desarrollo sostenible de las comunidades, además de ser un factor de acercamiento, intercambio y entendimiento entre los seres humanos. Este patrimonio se manifiesta, fundamentalmente, en las tradiciones y expresiones orales, incluido el idioma como vehículo de este patrimonio; las artes del espectáculo, los usos sociales, rituales y actos festivos; los conocimientos y usos relacionados con la naturaleza, el universo y las técnicas artesanales tradicionales.

       La cosmovisión es el eje filosófico del pensamiento que ha guiado y guía a nuestros pueblos originarios.  Esa visión cosmogónica implica una relación interdependiente entre Universo, Naturaleza y Humanidad, donde se configura una base ética y moral, favorable a la conservación y desarrollo del medio ambiente y de la sociedad, y donde se manifiestan y se hacen necesarios la armonía, el respeto y el equilibrio, tres elementos clave, sin los cuales es imposible la unidad en la diversidad.

       Estos tiempos de crisis, en todos los niveles de nuestra existencia como humanidad, obligan a reconocer que, al abandonar las buenas relaciones del ser humano con su entorno, vamos caminando hacia la propia extinción como especie “dominante”… y que resulta necesaria y urgentemente, rectificar.

       Termino con la siguiente frase del poeta Juan Bañuelos, que ya advertía, hace más de cuatro lustros: “El resurgimiento mundial del pensamiento indígena, está originando una sublevación planetaria contra la globalización de la usura…”

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