Alma Gloria Chávez.

              Por estudios realizados en Instancias Nacionales de Salud, hoy sabemos que la Pandemia de Covid-19 ha afectado la salud física y emocional de un alto porcentaje de nuestra población, siendo niños y adolescentes de dos a doce años la población más afectada.  En marzo de 2021, por ejemplo, Unicef México reportó que nuestro país era uno de los que tenían (en esas fechas) la mayor cantidad de niños infectados y que luego de superar el contagio, quedaron con daños físicos y emocionales que, al no ser adecuadamente atendidos, puede encaminarles al camino de la depresión u otras enfermedades mentales, como advierten expertos en el tema.

       Actualmente y sobre todo en el marco de esta crisis biosanitaria, cada vez más personas especializadas en temas de salud, coinciden al afirmar que la violencia social necesariamente tiene su origen en la “violencia interpersonal”; esto es, la manera en que cada individuo va perdiendo la capacidad de manejar o controlar sus estados de ánimo, llevándole a descargar iras, frustraciones y todo tipo de sentimientos destructivos, en actos que tienen como objetivo causar daño a sus próximos.

       Es cierto que cualquier persona, en alguna etapa de la vida, nos hemos encontrado en contacto con una serie de emociones traumáticas que, si no atendemos y manejamos adecuadamente, pueden desencadenar un desequilibrio en el organismo, en lo emocional y en lo espiritual.  Hoy día, a esos continuos estados de alteración que se manifiestan como cansancio, irritabilidad, ansiedad o agobio, se les denomina “estrés” y clínicamente están llamando la atención de los médicos, al identificarse como detonantes de serias transformaciones físicas en todo el organismo, las cuales ocurren con frecuencia sin nuestro conocimiento y van, por ejemplo, desde una variación en el rango de pulsaciones y de la presión sanguínea, hasta la paralización del proceso de digestión y el aumento de los jugos gástricos.

       Nuestra cultura nos ha enseñado que los sentimientos por lo general son negativos (nos hacen vulnerables) y peligrosos; que debemos controlarlos (sobre todo los varones) con el propósito de ser racionales y lógicos.  Pero esta enseñanza ha contribuido con la enorme dificultad que tenemos las personas, para reconocer e identificar nuestras propias emociones.  Así, al negar nuestros  sentimientos, nos alejamos de nuestro propio ser, ya que cuando no aceptamos que ellos son parte de la naturaleza humana, fijamos nuestra meta en un ser distinto a lo que somos, deshumanizándonos.

        A propósito de los estudios que realizó la Organización Panamericana de la Salud en países involucrados en guerras o violencia social, como se encuentra nuestro país, en una de sus publicaciones describió al estrés como la situación en que “nos apropiamos con nuestros sentidos del mundo que nos rodea, lo que cobra sentido por medio de la corteza cerebral, e interpretamos la situación como amenazante o desbordante de nuestras capacidades y que pone en riesgo nuestro bienestar”.

      Clínicamente, estas situaciones se explican así: “Cuando estamos en medio de un evento alarmante, necesitamos más irrigación sanguínea en aquellas regiones del cuerpo, como lo son los músculos esqueléticos, que nos permiten huir o luchar frente a dicha situación.  Por esta razón se produce un aumento en el trabajo cardíaco: el corazón late con más fuerza e inclusive hay vasodilatación de los vasos cercanos a los músculos y el organismo tiene experiencia de taquicardia.  Dado que no necesitamos grandes cantidades de sangre en la piel, los capilares bajo ésta se cierran y la persona se pone pálida y se le enfrían las manos y pies”.

       Y no es todo: “Con la liberación de la adrenalina se llevan a cabo varios procesos, entre los que se destacan los llamados “glicólisis” y “lipólisis” para producir la energía biológica necesaria que nos permite enfrentar el desafío, ya que el aumento de energía se deriva en una liberación de azúcar (glicólisis) y ácidos grasos (lipólisis) en la sangre.  Y si la tensión continúa y se han agotado el azúcar y los ácidos grasos, el cuerpo busca una nueva fuente de energía: las proteínas”.  Así, los estados repetitivos de tensión pueden eventualmente llegar a ser bastante dañinos, ya que se desgasta la capacidad del organismo para su funcionamiento habitual.  El estrés no causa las enfermedades (o por lo menos no se ha determinado con precisión dicho evento), pero los cambios producidos por él alteran nuestro sistema inmunológico y por tanto estaremos más predispuestos a experimentar problemas físicos, cuanta más tensión acumulemos.

       El psiquiatra judío Víctor Frankl (+ 1996) que vivió durante la Segunda Guerra Mundial los horrores del genocidio de su pueblo, al experimentar la muerte de sus seres queridos, su propia tortura y cautiverio en campos de concentración, donde veía morir diariamente a decenas de personas, propuso, como consecuencia fundamental de la experiencia del terror, la pérdida del significado de la propia existencia, lo que conlleva a un sentimiento de soledad, vacío y falta de empatía hacia otros seres humanos.

       Tomando como base lo que él mismo había experimentado, se alejó de las posturas psicoanalíticas con las que se identificaba en el pasado y avanzó en la construcción de un nuevo paradigma respecto a la “violencia interpersonal” (léase estrés).  “El problema radica en la pérdida del significado de nuestra vida, y la espiritualidad es el camino para reencontrarlo”, decía, refiriéndose a cómo lograban sobrevivir de los horrores y tortura, personas que practicaban cotidianamente la espiritualidad.

       Esta propuesta puede ser mejor comprendida cuando vemos, por ejemplo, el constante deseo de muerte y autoaniquilación entre niñas y menores prostituídxs, abandonadxs o maltratadxs; los intentos de suicidio en sobrevivientes de incesto y otros abusos; el sentimiento de vacío y desconexión de la realidad de muchas mujeres maltratadas… el continuo estado de ansiedad, sobreexitación y violencia en que viven tantxs jóvenes y adultxs.

       Para muchas personas que se encuentran interesadas en contribuir a la creación de espacios de reflexión, diálogo y acción contra todo lo que dañe o vulnere a nuestra sociedad y a cada individuo,  vaya esta reflexión y mi agradecimiento, porque con la suma de todas esas propuestas afirmativas, muchas veces realizadas con enormes esfuerzos e incomprensión, ya están aportando y fortaleciendo, en el terreno de lo espiritual y de las emociones, lo que no se puede cuantificar ni calificar en términos materiales, económicos o científicos… y menos aún en los tiempos que corren.

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