Alma Gloria Chávez.

       En las últimas semanas, ocupada en “dar mejor vida” a muchos objetos acumulados durante más de treinta años, entre los libros que seleccionaba para donar a quienes todavía conservan el buen hábito de la lectura, encontré uno al que el tiempo no perdonó y sus páginas se encontraban sueltas, medio revueltas, pero cuidadosamente forrado con papel manila verde.  Al retirar el improvisado “forro”, me llevé una agradable sorpresa al leer su título: “Las Razones del Lago”, cuya autora, María Luisa Puga, me lo obsequió en el año 1994.

       Mis padres y una servidora conocimos a María Luisa casi desde su llegada a la región Lacustre de Michoacán, a mediados de los años 80, como lo atestigua la dedicatoria que la escritora hizo “A la señora Gloria y al señor Eugenio” de su libro Crónicas de una oriunda del kilómetro X en Michoacán; y sin duda esos, nuestros primeros encuentros con Puga, ocurrieron en casa de don Enrique Luft y Teresita Dávalos.

       María Luisa Puga nació un tres de febrero de 1944 en la ciudad de México y siendo muy joven viajó a Europa y a África, regresando al país en 1978, cuando publica su primera novela: Las Posibilidades del Odio.  Luego le siguieron Pánico o Peligro (que obtuvo el premio Xavier Villaurrutia en 1984); La Reina, Inventar ciudades y Nueve madrugadas y media, entre otras.  A la par también escribía libros de cuentos como Inmóvil Sol Secreto y Accidentes y algunos para niños como El Tornado y Los Tenis Acatarrados.  Por toda su extensa obra, en 1996 recibió el Premio Nacional Juan Ruiz de Alarcón. 

       Sinceramente, nunca pude preguntar a María Luisa qué fue lo que encontró en tierras michoacanas para quedar tan prendada a ellas, haciendo su lugar de residencia en un bello pinar a orillas del Lago de Zirahuén.  Pero lo que sí supimos de inmediato, es que María Luisa dedicó muchos de sus afanes a la promoción de la lectura y, sobre todo, a la impartición de talleres literarios abiertos a personas de todas las edades… y capacidades: en Morelia, en Zirahuén y en Erongarícuaro, en el recordado centro educativo y cultural “El Molino”.

       Leo en la contraportada de este libro, editado por Narrativa Grijalbo en el año 1990: “Un pueblo donde la gente se disfraza de costumbre, un pueblo a la orilla de un lago cuya belleza también se volvió costumbre; un pueblo mexicano como existen tantos, donde no pasa nada y al caer la tarde sus mujeres enrebozadas y sus hombres empantanados en la misma tierra que los parió, se dicen a sí mismos: ‘Para qué todo, para qué otra noche más, otro rito más’.  La atmósfera de extrema quietud que emana del lago y se mete hasta las entrañas de la gente, su callada desesperación, constituyen la materia narrativa de esta novela de María Luisa Puga; en ella reverberan los ecos de una de las tradiciones más arraigadas dentro de nuestra literatura –la novela del mundo rural mexicano-, al mismo tiempo que se abren otros espacios inéditos y se oyen otras voces insólitas, voces que nos dicen todo lo que no queremos escuchar, que nos cuentan todas esas historias vacías que nos negamos a vivir y sin embargo debemos sufrir a fuerzas”.

       María Luisa siempre irradió sencillez y jovialidad.  Le recuerdo sentada bajo un árbol (luego sabría que era Esteban) cercano a su estudio donde escribía, la vez que acudí a buscarle para pedir nos acompañara a la presentación que una amiga y yo haríamos de un pequeño libro con historias escritas por niños y niñas de barrios de Pátzcuaro, en cuya introducción ella misma escribió: “…Son ellos, los niños, quienes a través de estos textos y dibujos nos platican las costumbres de Pátzcuaro.  Son ellos los que nos invitan a revivir tradiciones y celebrar festividades. 

Al escribirlas se las han apropiado.  Las han incorporado a su presente”.

       Con mucha frecuencia encontrábamos a María Luisa y a Isaac Levin (su pareja durante 23 años) recorriendo las calles de Pátzcuaro para hacer compras, visitar a algunas amistades, atender o participar en algún taller literario o sencillamente caminar, llevando ella su radiante cabellera cortada al estilo “Príncipe Valiente” y su sincera sonrisa; y él, el amable y adusto gesto que junto a su estatura le hacían parecer un patriarca de algún país del lejano Oriente.

       Posteriormente, a principios de la década del 2000, atestiguamos el doloroso proceso de rehabilitación al que tuvo qué someterse María Luisa, luego de haber sido secuestrada en la cabaña que habitaba con su esposo y sufrir varias caídas cuando sus secuestradores la arrastraron (literalmente) por el bosque.  Como consecuencia de esa traumática experiencia, a María Luisa se le desarrolló una artritis reumatoide que le llevó a usar silla de ruedas y a escribir “Diario del Dolor”, su último libro publicado.

       En el mes de octubre del año 2017 (trece años después de la partida de María Luisa), conocimos la grata noticia de que el archivo literario entregado por Patricia Puga (su hermana) a la Universidad de Texas, en Austin, pasó a formar parte de la colección latinoamericana que ese prestigiado centro de estudios tiene en resguardo, ocupando un lugar especial en la Sala de Libros Raros y Manuscritos de la citada colección.

       José Montelongo, bibliotecario de estudios mexicanos en la Universidad de Austin, Texas, ha mencionado que “los diarios de Puga (327 cuadernos que abarcan de 1972 a 2004, año de su muerte) son un testimonio notable de autoexamen… que registran los conflictos vitales y artísticos de la escritora… son una ventana hacia las esferas sociales y políticas en que se movió durante sus años en Europa, en África y en México.  Escritos en elegante caligrafía, casi siempre en la tinta sepia preferida por la autora, y salpicados ocasionalmente de dibujos, recortes y fotografías, las páginas de sus cuadernos presentan una carga emotiva extraordinaria”.

       En ese 2017, me llamó la atención que entre los libros que mi padre tenía “a la mano” en su recámara (esto es: sobre su cama, en la mesita de noche, en una silla, etcétera), invariablemente encontraba, en cualquier sitio el “Diario del Dolor”, escrito por María Luisa, y entre sus páginas, a manera de “separadores”, trozos de papel con los que seguramente mi padre señalaba algunos textos o frases que llamaban su atención, ya que a sus 95 años (entonces) y padeciendo alguna derivación de la artritis, se identificaba con los síntomas (o presencias) que describe con tanta precisión la inolvidable “oriunda del kilómetro X”.

       María Luis Puga murió en la Navidad del año 2004 en la Ciudad de México, pero atendiendo su voluntad, fue cremada y sus cenizas esparcidas al pie de aquel árbol que conocí joven y que fue llamado Esteban por los moradores de la encantadora cabaña en Zirahuén.  Isaac posteriormente alcanzó a María Luisa, quien fuertes razones tuvo para estar y quedar cerca de su bello lago.

Compartir: