Alma Gloria Chávez.
Como hoy es ampliamente conocido, gracias a estudios de especialistas de todo el orbe, son
sobre todo los pueblos originarios que viven en las faldas de los volcanes, quienes han organizado
su mundo y su vida en torno a la temporada de lluvias, de siembra, de sequía y de abundancia, y la
naturaleza es su guía. Lo menciona el antropólogo guatemalteco Carlos Guzmán Bockler en su
libro “Donde enmudecen las conciencias”: “Los pueblos mesoamericanos, quizá más que ningún
otro en el mundo, entrelazaron desde siempre sus vidas terrenales con las dimensiones espacial y
temporal, en una amplitud cósmica total”.
Si a los cerros se les considera no sólo depósitos de agua, sino una especie de santuarios, a los
volcanes (que en lengua náhuatl denominan “cuescomates”), además de reconocerlos como
fuentes de agua y de todos los elementos que pueden beneficiar al hombre, se les venera y
respeta como entidades sagradas, que “también suelen disgustarse”.
Actualmente, en territorio mexicano se encuentran activos, de manera intermitente, el
Ceboruco y el San Juan, en Nayarit; el pico de Orizaba y San Martín, en Veracruz; la Malinche, en
Tlaxcala y Puebla; Tres Vírgenes, en Baja California; el Evermann y Bárcena, en el Archipiélago de
Revillagigedo; Chichón y Tacaná, en Chiapas; el Jocotitlán, en el Estado de México; el
Derrumbadas, en Puebla; el Tancítaro, en Michoacán; el Iztacíhuatl, ubicado en la frontera del
Estado de México y Puebla, además de los que en últimos años han vivido periodos de actividad
eruptiva: el Nevado de Toluca, el Popocatépetl y el Volcán de Colima. “Los volcanes tienen la
costumbre de dormir por mucho tiempo: por unos 100, 600 o 1,000 años, para después, empezar
una nueva etapa eruptiva”, afirman vulcanólogos que se especializan en “leer” la historia que se
encuentra guardada en las rocas que dan forma a los volcanes.
En el país existen alrededor de diez campos volcánicos (según datos del Centro Nacional de
Prevención de Desastres) y, por ejemplo, en el campo volcánico de Michoacán-Guanajuato, donde
existen alrededor de dos mil pequeños volcancitos, los científicos piensan que existe la posibilidad
de que nazca un hermano del Jorullo y del Parícutin. Otros campos volcánicos son El
Chichinautzin, al sur de la ciudad de México, donde se contabilizan entre 300 y 320 volcanes,
siendo los más jóvenes El Xitle, el Teutli y el Chichinautzin; el de Los Tuxtlas, en Chiapas; otro en
los alrededores de la ciudad de Xalapa, Veracruz; el de Valle de Bravo, Estado de México y el del
Pinacate, en Sonora.
En febrero de 1943, en la Sierra Michoacana, nació el Volcán Parícutin, en tierras del poblado
Parangaricutiro, cuyos habitantes tuvieron que emigrar cuando sus casas, sus tierras y sus vidas se
llenaron de lava y ceniza. Fue un volcán que tuvo poco tiempo de vida, pues sólo presentó
actividad eruptiva durante nueve años. En 1952, se apagó la corta existencia del Parícutin que
hizo recordar al pueblo p’urhépecha lo que es vivir entre volcanes, pues 184 años atrás, a 75
kilómetros de ahí (en 1759) había nacido El Jorullo.
“Vivir entre volcanes -menciona el arqueólogo Arturo Montero-, tiene ventajas y eso lo sabían
las culturas precolombinas que se asentaron a sus pies. Las cenizas y lava que deja una erupción,
contienen minerales que revitalizan los suelos y los hacen fértiles. En sus exploraciones
arqueológicas en el Iztacíhuatl, el Popocatépetl o el Nevado de Toluca, el arqueólogo Montero ha
encontrado sitios y objetos que muestran que desde inicios de la era cristiana (más de 2000 años),
existe una relación ritual con los volcanes: se les lleva ofrendas y se les agradece que sean
proveedores de fertilidad y de agua.
El Popocatépetl, al que los “tiemperos” (personajes que se comunican en sueños con los
volcanes) llaman “Don Gregorio”, es uno de los “cuescomates” más venerado en la actualidad,
seguramente porque en sus faldas se encuentran más de 35 poblaciones de tres estados: Morelos,
México y Puebla. Y es de Puebla la comunidad de Santiago Xalitzintla, cuyos pobladores suben
cada 12 de marzo hasta una cueva del Popo, ubicada en una zona conocida como El Ombligo, para
llevarle música, un traje y comida como ofrenda y de paso le piden un “buen temporal” para las
cosechas. El 30 de agosto, la ofrenda se la llevan a “la Volcana”: a Iztacíhuatl.
El culto al Popocatépetl en la región del volcán, es de origen tolteca, coinciden los
antropólogos, por el tipo de ofrendas prehispánicas ahí encontradas. “Los días de guardar” de
Don Gregorio, son el 12 de marzo, el 2 y 3 de mayo (cuando se piden las lluvias); el 15 de junio en
que la peregrinación se hace para “regular” las lluvias y el 30 de agosto, cuando se vuelve a
peregrinar para agradecer.
En el año 2015, el Volcán de Colima dejó sentir su explosividad, obligando a más de 300
habitantes de once rancherías a ser trasladados a albergues en Colima y Jalisco. Pero aún a
sabiendas del riesgo, muchos de ellos estuvieron regresando a sus poblados para “alimentar a sus
animalitos y a sus milpitas”. Este volcán de tres mil 860 metros sobre el nivel del mar, ha
presentado eventos eruptivos desde 1913 y desde 1998, entró en plena actividad, con algunas
explosiones, derrumbes, nubes de ceniza y flujo de material piroplástico. Y en estos últimos
meses, Don Gregorio también ha dado muestra de “estar medio enfadado”.
Los científicos que hoy estudian los volcanes, reconocen en los pueblos indígenas la relación
de respeto que aún se conserva hacia estos focos neurálgicos de la Tierra y los comparan a los
seres humanos: cada uno tiene su propia personalidad. “Los hay dormilones, jóvenes, serenos,
furiosos, viejos e inquietos. Y el Popocatépetl, aunque ya no es ningún joven, es de lo más
inquieto e impredecible”.
México, según especialistas, puede presumir de que en su territorio habitan varios gigantes.
El más grande es el Citlaltépetl o Pico de Orizaba, en Veracruz, con 5,675 metros sobre el nivel del
mar, en tanto que el Popocatépetl tiene 5,426 metros de altura.
La Cuenca del Lago de Pátzcuaro, que antiguamente era nombrada Japóndarhu, se encuentra
rodeada de más de 100 picos de volcanes. Esta presencia en nuestro territorio, resulta la
manifestación más evidente de que habitamos un planeta vivo y tenemos necesidad de aprender a
convivir con él.
Ya me lo han dicho varias y muy apreciadas amistades: “Es tiempo de recuperar la relación de
diálogo con la Naturaleza, con nuestro entorno”.