Alejandro Piña

De acuerdo a las últimas mediciones de aceptación, el presidente goza
niveles superiores al 70%, esto a pesar de ser él mismo quien impulsó la
discusión en redes sociales donde se veía relacionado con el crimen
organizado. Desde Carlos Salinas ningún mandatario gozaba de tal
aprobación en su último año de gobierno.
Pero ¿cuál es el origen de este fenómeno? ¿será acaso que en verdad la
administración del gobierno ha sido casi impecable para alcanzar tales
niveles? ¿serán cuchareadas o impulsadas artificialmente estas mediciones?
El presidente, desde su arribo al poder se ha preocupado solamente por
establecer una conexión con quienes él conoce como el pueblo,
enfrascandose a diario en una lucha eterna entre los “buenos” y los “malos”
donde lo mismo le da englobar ciudadanos, medios de comunicación,
periodistas, empresarios, académicos, defensores de derechos humanos, etc.
Ha distorsionado la realidad a tal grado de reducir todos los gravísimos
problemas del país a simples retoricas del pasado y la voracidad de las elites
nacionales en el pasado; ha hecho de la demagogia el canal de comunicación
oficial.
Este canal de comunicación ha sido fuerte constante y sobre todo eficaz para
convencer a los ciudadanos que el presidente no es alguien a quien se le
deban exigir resultados en la implementación de sus de políticas públicas ni
ser sometido al escarnio de analistas o académicos. Él, por el contrario, es

más bien un ser ungido de entre el pueblo para convertirse en su defensor,
para guiarlo en una suerte de lucha de clases entre el pueblo bueno, pobre y
ultrajado en contra del potentado.
El lenguaje contrario al demagógico es la deliberación democrática que se
enfoca en hacer diagnósticos de los problemas con base en datos y hechos y,
a partir de ellos, debatir las ventajas y desventajas de varias opciones para
tomar la mejor decisión posible, asegurando que todos se sientan
razonablemente incluidos. Proceso imposible de llevar a cabo ya que el
presidente se ha encargado de deslegitimizar toda fuente de conocimiento y
crítica convirtiéndose a sí mismo como la única fuente de verdad y usa su
programa matutino para debilitar instituciones, otros poderes y órganos del
Estado, así como destruir la reputación de sus opositores. Y no, Andrés no
creo las condiciones en la sociedad para que su discurso populista permeara;
él sólo aprovechó el caldo de cultivo que se vino formando a través de
administraciones regulares y malas donde los tantos resultados
macroeconómicos que se presumían rara vez eran palpables en el ciudadano
de a pie. Hoy tampoco tenemos esos tan anhelados resultados, pero el
discurso presidencial logra crear una realidad paralela donde tergiversa los
hechos a su conveniencia y siempre termina quedando a la misma altura que
los próceres de la patria.
Desafortunadamente estas condiciones no parecen que puedan cambiar así y
cuando Andrés dejara hoy la presidencia, vendría un aprendiz suyo que
retome el camino andado. Somos los ciudadanos quienes tenemos que
tomar conciencia que nuestro papel es fundamental para el cambio hacia la
deliberación democrática, no basta con la euforia de las campañas
electorales, que dicho sea de paso han sido más bien grises hasta el
momento; tenemos que convertirnos en verdaderos ciudadanos.

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