Alma Gloria Chávez.
“No existe receta única para rectificar
o recomponer algo que, a sabiendas
de que es nuestra responsabilidad,
dejamos en manos de otrxs.
Sin embargo: es posible”.
Esta nota, escrita al margen del texto de reconocido antropólogo y promotor cultural que
participó en algún Diplomado al que asistí hace poco más de 20 años, ha llamado mi atención, ya
que en estos momentos nos encontramos ante una crisis (global) denominada “turistificación”,
que avanza como un monstruo que depreda y degrada, desde ciudades cosmopolitas y
emblemáticas del orbe, hasta las poblaciones más pequeñas, de pueblos originarios que habían
resguardado amorosamente un legado no material: tradiciones, costumbres, relaciones de
reciprocidad, buena vecindad y dignidad.
Venecia, Ámsterdan y ahora Barcelona, se han encontrado ante la encrucijada de continuar
recibiendo tal cantidad de visitantes que llegan a doblar o a triplicar el número de habitantes que
han colapsado sus servicios básicos, contaminando recursos naturales y dañando el patrimonio
arquitectónico, con el consecuente costo económico y social, o exigir una regulación que detenga
la degradación de “su ciudad”, como está sucediendo actualmente.
En una reconocida ciudad mexicana, de un Estado próximo al nuestro, por ejemplo, sabemos
que en los últimos 15 años se han cerrado más de una decena de librerías, mercerías, abarroteras,
panaderías y otros pequeños negocios de proximidad y capital local, para dar paso a bares y
expendios de comida rápida; comercios que venden productos de importación, y sobre todo,
comercios que son parte de grandes cadenas de ropa y “souvenirs” de procedencia oriental. La
mayoría de las pocas casas habitación que sobreviven en el centro, han sido compradas por
extranjeros y poco a poco las construcciones se han ido modificando, perdiendo la originalidad
arquitectónica que le caracterizó. Es el precio que paga un lugar por el “éxito” de ser considerado
“destino turístico”.
“México ha desarrollado sus destinos turísticos desde hace varias décadas. Sin embargo, con el
nuevo siglo aparece otro nicho de mercado: los ‘pueblos mágicos’, que desde el año 2001 puso en
marcha la Secretaría de Turismo (Sectur), con un enfoque bastante empresarial”. Se buscaba,
como pudimos saberlo quienes tuvimos interés de conocer la propuesta-impuesta (como tantas
que han llegado de diferentes administraciones), revalorar a los pueblos que han sido significativos
en el imaginario nacional y que poseen una riqueza patrimonial que puede ser aprovechada para
el desarrollo local.
De esta manera, varias localidades buscaron utilizar su paisaje, elementos naturales,
tradiciones religiosas, sitios históricos, costumbres, tradiciones y productos agrícolas o artesanales
para atraer visitantes y reactivar la economía. Y empezó la competencia: en la apuesta por el
turismo como instrumento para el desarrollo, los gobiernos municipales, con posiciones
ideológicas diversas y habitantes (sobre todo con mente empresarial) entusiasmados por las posibilidades imaginadas, promovieron a la par, dinámicas de segregación, exclusión y
explotación.
Yo recuerdo que cuando inició el programa en Pátzcuaro, la convocatoria para la conformación
de un Comité representativo ciudadano, fue aceptable, ya que se tomó en cuenta la participación
de las comunidades originarias del Municipio, así como de colonias y representantes de los
diversos gremios, instituciones educativas y culturales… ciudadanía en general. Sin embargo y
luego de obtener la declaratoria de Pueblo Mágico, al paso de pocos años (y con los inevitables
cambios en las administraciones municipales), esta convocatoria se fue reduciendo de manera
significativa, hasta el punto de que hubo Comités que sesionaron a puerta cerrada y con sólo la
participación representativa de “prestadores de servicios”.
Si en aquellos primeros años de esta declaratoria, un pequeño grupo (de mujeres,
casualmente) tuvimos oportunidad de proponer y promover Recorridos Culturales por la ciudad,
dedicados a niñxs y adolescentes, principalmente, con la certeza de que sólo quienes conocen el
legado patrimonial que nos ha sido dado en custodia, llegamos a amarlo, valorarlo, cuidarlo y
defenderlo, el gusto nos duró poco. Tal vez una o dos administraciones municipales. Para algún
sector de esta población, nuestro mensaje y aportación resultó intrascendente, así como la
participación de historiadores y promotoras locales, que lograron la edición de un Cuadernillo del
Patrimonio Cultural de Pátzcuaro.
En la presentación de esta edición (2012-13) que se logró con fondos municipales, mencioné:
“Este compendio de catalogación de nuestro patrimonio, surge del convencimiento de que el
mejor camino para lograr la conservación del lugar privilegiado que nos ofrece cobijo, es el
conocimiento que tengamos de él. A través de la larga y apasionante historia que envuelve a
Pátzcuaro y a las comunidades lacustres con quienes compartimos territorio, identidad y vida, se
ha creado un número indeterminado de elementos materiales e inmateriales que han venido a
engrosar nuestro Patrimonio Cultural que resulta extenuante ennumerar, tomando en cuenta que
vienen siendo resultado de una herencia transmitida por muchísimas generaciones, de nuestros
mayores y de la Madre Tierra”.
Han pasado pocos años y resultan más que evidentes las pérdidas y deterioro que Pátzcuaro
ha sufrido en su patrimonio material e inmaterial. El centro histórico ya no nos pertenece. La
mayoría de casonas se han transformado en comercios de todo tipo y algunas que todavía
conservan espacios habitables, sufren el deterioro al no poder obtener los recursos necesarios
para su mantenimiento. Por las noches, se observa la proliferación de bares que operan sin
aparente regulación, así como las jaurías de canes que ya han “marcado territorio” y agreden a
quienes lo transgredan caminando. Espectáculos comerciales han desplazado las tradicionales
fiestas de nuestros barrios, dando paso a jaripeos y la bienvenida a “Bandas” llegadas de otros
lares. Mientras tanto, nuestro Lago caminando en la agonía.
Hoy en Pátzcuaro, como en tantos lugares que han sido profanados, más que nunca resulta
necesario reforzar con urgencia ética la protección del patrimonio que la naturaleza, el arte y la
cultura nos han legado, dotándonos de identidad, cohesión, memoria e interpretación de la vida.
Así honraremos la memoria de quienes soñaron, construyeron y cuidaron el entorno en que
vivimos.