Alma Gloria Chávez.
Alguna vez escribí que el paso del tiempo nos obliga a re-pensar (redescubrir, recuperar,
reinventar?) etapas de nuestra existencia que a través del tiempo, a distancia, contemplamos con
una cierta objetividad, o a menudo la imparcialidad que en aquellos momentos dejamos de lado,
para convertirnos en jueces severos. Confieso que algo así me sucedió cuando en el fragor de los
acontecimientos nacionales (e internacionales) de los años 60-70 , los Beatles repetían el estribillo
“All you need is love”, cuando para muchxs de mi generación, frases como ésa nos parecían una
falacia. Actualmente, repito esa frase convencida de su profundo contenido.
¿Cómo es que personajes que han acompañado mi existencia de más de 70 años, lograron
llegar a edad tan longeva (80-90 años), en pleno uso de sus facultades y agradecidxs por la vida?
Me refiero a mi abuela paterna, a mis padres, a mi madrina exiliada española, a “doña Caro”
(Escudero viuda de Múgica) , a Evita Castañeda y don Efrén Capiz y a mis amigas Consuelo y Oliva.
Todxs ellxs, invariablemente, realizando actividades que de siempre “cultivaron”, surgidas del
convencimiento y compromiso hacia ellxs mismxs y hacia lxs demás. Yo estoy convencida de que,
de una manera natural, aplicaron el autoaprecio y el amor, como aderezo a cada uno de sus actos.
Mi abuelita Guadalupe, en cada una de sus charlas, siempre trajo a la memoria a sus mayores:
a quienes le cuidaron desde recién nacida, ya que su madre murió en el parto; a quienes le
acompañaron en su niñez y adolescencia; y en su mente quedó grabada la imagen del pueblo
digno y laborioso que le vió nacer y que fue arrasado por un incendio, durante los desmanes
provocados durante la revolución. De sus labios sólo escuché palabras de gratitud por todo lo que
vivió y “devolvió” (“el alma de los seres queridos, que vuelven a su morada”).
Característica de Consuelo fue la serenidad de su rostro y su bien timbrada voz, que inspiraban
confianza y paz. A principios del año 2000, ella visitaba con frecuencia esta ciudad del lago,
adonde visitaba a sus dos nietas, descendientes de su única hija que había muerto recientemente,
y cuyo cónyuge (extranjero) tenía el propósito de llevar a las hijas fuera del país. Cuando me
confió la profunda tristeza que le trajo la muerte de su hija, me resultaba difícil comprender cómo
una mujer que pasaba por situaciones difíciles, podía sonreír y vivir con una auténtica alegría que
se reflejaba en su forma de caminar, de hablar y de participar en pequeños proyectos educativos y
culturales, organizados por el Ayuntamiento y el entonces Instituto Federal Electoral. Vivía de una
modesta pensión del Estado, poseía un pequeño departamento y tenía una memoria prodigiosa,
que ella atribuía a la lectura.
Mi madre (Gloria) fue la joven que llegó a esta ciudad lacustre a finales de los años 40, desde
la Sierra Norte de Puebla: Cuetzalan. Fue hija única y muy querida por sus abuelos maternos, con
quienes vivió algunos años de su niñez, mientras que sus padres se establecían en Michoacán. De
su abuelo aprendió los secretos de plantas y otros elementos naturales que ayudaban a curar
enfermedades y malestares de pobladores de comunidades indígenas, así como de los animalitos
que les ayudaban en sus labores del campo, de transporte para acudir a los mercados de otras
poblaciones y de alimento. Desde adolescente tuvo oportunidad de viajar, de leer (lo mismo
Agatha Christie o Jaime Sabines, que García Márquez) y de desarrollar “buen oído musical”: Jazz,
Blues, “las grandes Bandas”, rock (obviamente) y claro, me enseñó a bailar. Fue buena

conversadora y en ocasiones “le llegaban”, sin proponérselo, resabios de una particularidad que le
fue arrebatada en su niñez: podía “predecir”, mediante sueños, algunos acontecimientos, o “a
voluntad” era capaz de “fundir bombillas” o mover objetos. En dos ocasiones recibió “la
extremaunción”, encontrándose al borde de la muerte… y me parece que estos acontecimientos
marcaron su carácter, acercándole a mujeres de carácter recio, que templaron su esencia y la
convirtieron en la mujer que hoy recuerdo con ternura y gratitud.
Oliva García es mi otra amiga mayor, que en sus últimos años, quedando viuda y decidiendo
vivirlos aquí en Pátzcuaro, en el lugar que compartió con su esposo, don Juan Rodríguez Llerena,
acompañó mi duelo luego que muriera mamá. Ella estudió enfermería y a pesar de que tuvo
varios hijxs y la crianza se prolongó por varias décadas, siempre se le vió ocupándose en
actividades de la comunidad: en clubes sociales, en el DIF municipal, en el Instituto Electoral y
junto con nosotras, en el Centro de Promoción para la Equidad de Género, organizando cursos y
talleres de educación y promoción de Derechos Sexuales y Reproductivos, de Nueva Masculinidad
y No Violencia, así como en el acompañamiento a casos de violencia de género, en colaboración
con instituciones municipales y educativas en el municipio. También, en coordinación con
instituciones de salud, nos acompañó a comunidades cercanas para ofrecer charlas tendientes a
identificar y erradicar la violencia intrafamiliar. Cerca de los ochenta años, su corazón generoso se
vió afectado y todavía recuerdo su imagen, luego de ser intervenida quirúrgicamente,
compartiendo ejercicios de respiración en la Clínica del ISSSTE, o paseando por la Plaza principal,
tomada del brazo de su hija Arelia, con la sonrisa que nunca le abandonó.
Mi padre Eugenio murió habiendo cumplido 98 años y no dejó de sorprender a quienes le
conocieron, su fortaleza de carácter y de espíritu; su claridad mental y su aceptación: a su cuerpo
cansado que sólo la fractura en cadera, por una caída, le impidió ejercitar cada día; a su sordera y
“otros achaques” que fue “capoteando” con entereza y dignidad. Fue bastante disciplinado y
metódico en sus actividades y en su alimentación. Durante toda su vida, la lectura le acompañó,
así como la música. En una época en que había pocas posibilidades de acudir a escuelas, tuvo
oportunidad de recibir educación en el Seminario Josefino de San Luis Potosí. Su matrimonio con
la joven Gloria, llegada de la Sierra Poblana, se prolongó por más de cuatro décadas y cuando se
retiró del trabajo administrativo (que permitió una vida relativamente holgada a su familia) y
recibiendo una modestísima pensión, mi padre se aventuró a realizar cualquier actividad dentro
de casa, aún valiéndose de un bastón: le recuerdo “manteniendo a raya” las plantas que en
temporada de lluvias crecen con desmesura, dando alimento a las carpas que le obsequió el amigo
Moisés. Fue asiduo a programas de televisión, como el de música clásica; debates, mesas
redondas, entrevistas y conferencias de escritores, politólogos y filósofos, o al programa “La
Dichosa Palabra”. Hoy recuerdo su imagen: después de cada comida, recorriendo las calles
cercanas, saludando o charlando con vecinos, para luego acudir a su recámara (cuya ventana tiene
vista hacia el Lago) y leer… como cada tarde, lo hacía.
“¿Te das cuenta de qué bello luce el cielo después de una tormenta?” Escucho decir a mi
amiga Consuelo. Ella, igual que “mis mayores” aquí recordadxs: además de tesonerxs y
disciplinadxs, amaron la vida, con todo lo que ella ofrece. Yo deseo seguir sus pasos.

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