(José Octavio Ferreyra Rodríguez

   La capital de Michoacán en 1867, presentaba el aspecto más sombrío y desolador, después de más de cincuenta años consecutivos de luchas civiles.

  Había una legión de viudas y huérfanos a quienes nuestras constantes guerras habían arrebatado a sus familiares, y que, carentes de persona que la sostuviera, vivían atenidos a la caridad de los demás públicamente o solicitándola, en calidad de pobres vergonzantes, de las familias acomodadas. Era una verdadera legión de pordioseros la que pululaba por los atrios de las iglesias, en los mercados y sitios públicos, o llamaba a las puertas de las casas, especialmente al mediar el día.

   La falta de industrias, lo inseguro de la arriería, lo precario del comercio y lo rutinario y pobre de nuestra agricultura, dejaban a los hombres sin trabajo y por ende sin medios de subsistencia decorosa. Se vivía del préstamo o la dádiva, del pequeño producto de un raquítico artesanado y no pocos de las raterías a que una situación así obligaba a los individuos de conciencia desaprensiva, que no respetaba los derechos de los demás.

    Un desnivel económico de tal naturaleza, provocaba y fomentaba los vicios, la ociosidad de los hombres los llevaba a las tabernas, sitios de fácil y obligado acceso para todos los vagos, en los cuales nunca falta quien ofrezca la copa de pésimo aguardiente: licor barato con el cual, y en cantidad muy poca, basta para embriagar y embrutecer a los individuos. Había en abundancia tabernas, tepacherías, pulquerías y figones donde se comía, atestados de gente maleante, que completaban la bebida con el culto a Birján y la inhalación de la mariguana. Esta fatídica yerba, llamada entre la plebe doña Juanita, se cultivaba y vendía a luz pública y la fumaban o se daban las tres, como se decía en el argot, lenguaje de léperos, desde el militar más entorchado, hasta el más miserable ensabanado.

   Junto a la taberna –nos sigue comentando Jesús Romero Flores- estaba el arrastraderito para el juego de naipes; ahí desvalijaban todas de lo poco que traían, así de tlacos de cobre, como de la cobija y a veces hasta de la propia ropa que llevaban puesta.

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